¿Por qué tenemos miedo de elegir?
Agustina Lanusse Para LA NACION
Es viernes a la noche, uno está cansado y decide acompañar a los amigos al cine a ver aquella película taquillera que está en cartelera, sin chequear si el género, el tema, el director o los actores son de nuestro interés. En el apuro o la rutina, no hay espacio para pensar. O mejor dicho, para elegir de verdad.
A veces se trata de cuestiones triviales. Pero otras, no. Como en el caso de la elección del colegio de nuestros hijos. Muchas veces optamos por las mismas escuelas que escogieron nuestros amigos y familiares. Aquellos que abrieron el camino. Y no analizamos realmente si comulgamos con la filosofía o la pedagogía de esa institución. Eso no cuenta. Nuestra respuesta es demasiado automática.
Las elecciones que hacemos en el diario vivir suelen estar condicionadas: optamos por la misma profesión que nuestro padre, convencidos de que nos interesa, para darnos cuenta, de adultos, de que nos habíamos engañado. O, lo que es peor, nos casamos con las personas supuestamente correctas para darnos cuenta, tarde, de que en realidad no vibramos o comulgamos profundamente con ellas.
Para el chiste o para el llanto, la realidad es que actuamos y nos movemos muchas veces como autómatas. Hace más de medio siglo, en su ensayo El miedo a la libertad , el psicólogo alemán Erich Fromm describió este fenómeno con lucidez: "La persona considerada normal en razón de su buena adaptación, de su eficiencia social, es a menudo menos sana que la neurótica. Frecuentemente está bien adaptada tan sólo porque se ha despojado de su yo, con el fin de transformarse en el tipo de persona que cree que se espera socialmente que ella debe ser".
Según este agudo pensador, la sociedad moderna nos otorgó una gran dosis de libertad, pero al mismo tiempo nos produjo sentimientos de aislación. Al no soportar la carga de la libertad, el hombre, afirma Fromm, emplea usualmente un mecanismo de evasión que él llama conformismo compulsivo automático.
Hipnotizados por la publicidad, seguimos a la masa, tenemos gustos estandarizados y no cuestionamos el statu quo . Nos acomodamos. De algún modo nos sometemos a los dictados de las pautas culturales imperantes. ¿La consecuencia? Obvia: socialmente estamos bien adaptados, pero internamente nos sentimos angustiados. Desconectados de nuestra esencia. Porque acallamos esa voz tan nuestra, tenue, que se manifiesta a través de nuestros anhelos y de aquello que de veras nos apasiona. Lo que enciende nuestro corazón.
¿Cuántas veces quisiéramos poder inscribir a nuestros hijos en colegios que nadie conoce pero que a nosotros nos atraen, o elegir profesiones poco conocidas pero que hablan de nuestra auténtica vocación? Y miramos con envidia el espíritu valiente de quienes se embarcan en rutas vírgenes, porque están seguros de algo: no traicionarían por un segundo su ser más genuino. Aunque sea raro y distinto.
¿Por qué nos da tanto miedo ser nosotros mismos? ¿Tememos quedar aislados o ser tildados de extraños? ¿O el miedo es a equivocarnos?
Esta búsqueda de autenticidad, de encontrar una alternativa válida para construir nuestra libertad ("libertad para"), no significa idealizar un absoluto desamarre con nuestra historia, nuestro pasado, ni nuestros vínculos. No se trata de "liberarnos de" nada. Todo lo contrario. Supone asimilar todo lo vivido con espíritu agradecido y a la vez crítico, y formular un plan de vida auténtico y a la vez comprometido con el bienestar de los otros. Pero original y único, por ser nuestro. Por cierto, algo nada sencillo.
Toda vida en comunidad supone respetar normas y límites. Somos seres sociales, y por ende asumimos compromisos que de algún modo condicionan nuestra autonomía. La vida en sociedad ata y compromete. Y es saludable que así sea. Pero de lo que aquí hablamos es de aquella otra libertad que nos permite sacar afuera lo que de verdad somos al mismo tiempo que enriquecemos el entorno. Porque en última instancia, invita al otro a conectarse con su esencia, a no ahogarla bajo el peso del "deber ser o lo políticamente correcto". Algo es seguro: el camino puede resultar más incierto pero decididamente más apasionante. Y auténtico.
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