Postal de Mar del Plata
A mí estas cosas me pasan mucho y sin embargo nunca llego a acostumbrarme. Eso, pequeño, que el resto disfruta, ahora o antes, en mí lleva una marca distinta. Pasarla bien me sale mal. Si este texto no fuera un texto y fuera, por ejemplo, una charla con mi terapeuta, ella me diría que no le extraña, que es todo parte de lo mismo. "El placer, Dolo, el placer", repetiría. Mis recuerdos la avalan. La pasé mal en viajes a lugares que deseaba conocer, por mucho tiempo en el secundario, en varias reuniones con amigas, incluso por un rato en mi fiesta de 15, de blanco y encaje y perlas y con el pelo montado en alto como merengue de confitería. Yo lloré en mi fiesta de 15 y no de emoción. Lloré y los ojos en varias fotos me quedaron hinchados.
Y también lloré varias veces en Mar del Plata, en mis vacaciones de la infancia, aunque en verdad no recuerdo bien si lloré o si contuve con voluntad animal y de otra edad mis ganas de hacerlo, en esta ocasión de miedo. ¿Quién tiene pánico en un verano junto a su familia?
Yo y por culpa del Torreón del Monje, una construcción de 1904 y de influencia gótica y de piedra gris con tejas rojizas, obra del arquitecto alemán Karl Nordmann, con un puente, con ventanas altas, puertas altas, un restaurante y vista al mar al costado de la rambla. Una construcción que además es leyenda de un amor que no pudo ser y por el cual, dicen los que mienten, en las noches de luna llena se oye el galopar de un caballo y se ve, en una de sus torres, la figura de una mujer morena vestida de blanco. Qué lugar espantoso.
Cuando era chica mi familia y la familia de mi madrina y la familia de mi padrino acordaban un mismo destino en la costa para pasar el tiempo juntas. Para compartir carpa, alguna que otra jarra de clericó y decenas de churros, casi siempre en el último balneario después del faro, que no recuerdo cómo se llamaba pero sí que le decíamos "An del Bebe", así, sin tilde ni sentido. Y luego de horas de sol, de mar, de trajes de baño enterizos con volados, de castillos en la arena, de olas que me llevaban, de pulseritas de colores y de plástico que perdía en el agua, con mis ojotas verde claro, volvíamos al departamento que alquilaban mis padres o al cuarto de hotel en que dormíamos los cuatro, ellos, mi hermano y yo. Pero antes, varias veces, pasábamos por la puerta del torreón y ahí entraba en shock.
Ya la palabra monje me daba miedo porque me hacía pensar en las monjas, que me dan miedo porque no las entiendo y porque no muestran el cabello. La religión jamás me gustó. La sangre, un hombre desnudo y crucificado. Era demasiado trabajo para mí, para una niña, entender ello y yo nunca quise esforzarme. No por una fe. Debería ser algo que se siente o no y a mí me tocó no sentirlo. Y sin embargo lo que más terror me daba no era entrar al lugar, sino pasar por la puerta. Y mi padre cada vez que podía lo hacía. Porque él sí lo disfrutaba. Pasábamos por allí, con el auto, no sé bien si un Renault 18 o un Peugeot 504, y unos jóvenes vestidos de oscuro y con caretas de lobo o de otras bestias se subían al capot y comenzaban a golpear las ventanas y yo gritaba y tocaba los hombros de mi madre, sentada delante mío, en busca de consuelo pero nada servía porque allí seguían y mi hermano también se divertía y yo me sentía al borde de algo, del desmayo o de caer o incluso del mundo, de la vida. Al borde de ellos.
Eran las épocas en que no podía distinguir. No llegaba a ver en detalle que nada era cierto, que mi pánico eran solo máscaras de goma que lo que buscaban era invitar a los turistas al laberinto del terror que habían instalado en el lugar. Era un miedo fantástico el de entonces, qué hermoso. Hoy me encantaría volver al torreón y sentir eso mismo, la niñez, la mentira. Pero no puedo. Y mis miedos son todos reales.