Profeta de nuestra aviación comercial
Como sucede con todo cambio progresista, sus impulsores son visionarios poco recordados. Ochenta años atrás -el 1º de septiembre de 1921- se constituyó la Compañía Rioplatense de Aviación. Fue una empresa con fines comerciales sin apoyo del Estado, pero basada en la verdadera pionera River Plate Aviation Co., la predecesora que dos años antes fundó, dirigió y piloteó -en el doble sentido del término- el mayor británico Shirley G. Kingsley, un experimentado piloto de intensa actuación en la Primera Guerra Mundial.
Tras el conflicto europeo, el aviador recaló en Buenos Aires, deslumbró con vuelos a ciudades distantes y con esos raids demostró la eficiencia y seguridad de la aviación de fines comerciales, a la vez que se propuso impulsar vuelos regulares, instruir pilotos y seducir a estancieros y a comerciantes en las ventajas de una transportación rápida. La más encumbrada sociedad porteña le prestó atención. Ya había sido fascinada durante el Centenario, encantamiento que acentuó en 1911 el piloto italiano Bartolomé Cattáneo, un verdadero acróbata del aire. La Nación no fue ajena a esas proezas deportivas. Estableció premios para un concurso aéreo que en ese año enfrentó a Cattáneo contra Garrós, Paillete y Domenjoz, a quienes derrotó. Sus proezas se sucedieron durante seis años hasta un looping que ensayó en Guaminí. Accidentado, en 1917 retornó a su patria con tiempo para entrenar pilotos para la guerra.
Explorador de altura
Kingsley, en cambio, estaba destinado a cumplir con otra etapa. Comenzó en el verano de 1919 durante una exhibición en El Palomar cuando concibió establecer un servicio aéreo comercial entre Buenos Aires y Montevideo. Representaba a una empresa fabricante de aviones y el 10 de junio de ese año trajo desde Montevideo los primeros pasajeros. Once días después llevó a la capital uruguaya a Carlos Tornquist y a Aarón Anchorena. A este último -que años atrás había realizado el primer cruce en globo sobre el Río de la Plata- lo condujo hasta la estancia que compró en la Barra de San Juan, donde descendió aquella vez y que en la actualidad es residencia veraniega de los presidentes uruguayos (donada por Anchorena).
En la mañana del 6 de julio de 1919, Kingsley -que había traído el Airco de motor Rolls Royce, primer avión comercial de 4 plazas- cargó a bordo mil ejemplares de LA NACION. El propio director del diario, Jorge A. Mitre, abordó el aeroplano que puso rumbo a Córdoba. Tuvo una obligada escala en Rosario por el fuerte viento, pero la meta propuesta se frustró por niebla rastrera. Llegaron a Buenos Aires a pesar de una lluvia torrencial, pero desde entonces, la River Plate Aviation Co. de Kingsley llevó diarios y periodistas de LA NACION a distantes ciudades del interior. Ese mismo mes trasladó al redactor Carlos A. Leumann a Córdoba y en otro vuelo al crítico teatral Enrique García Velloso a Bahía Blanca. Guillermo Estrella, más privilegiado que sus colegas, compartió -a fines de octubre de 1921- el primer vuelo a Bariloche de la historia con el dentista norteamericano George Newbery, tío del aviador ilustre caído siete años antes en Mendoza.
El 23 de mayo de 1921 el piloto británico ya había inaugurado su escuela de aviadores en San Isidro, donde las primitivas avionetas carreteaban frente al confortable clubhouse de dos plantas coronadas con el nombre de la compañía. Ese invierno estaba necesitado de financiamiento y la fusión con la Compañía Argentina de Aviación de Guichard y Murat fue un auxilio de reserva de capital (350.000 pesos) que justificó tutelarse con el nombre de Compañía Rioplatense de Aviación.
Expansión y agonía
En el directorio figuraba -además del mayor Kingsley- uno de sus primeros pasajeros, Carlos A. Tornquist, y entre los fuertes accionistas se hallaban Aarón y Enrique Anchorena, Nicolás y Carlos Ortiz Basualdo (este último, víctima de un naufragio en el Nahuel Huapi, pocos años después), Federico Bemberg, Carlos y Juan Duggan, Guillermo Drysdale, David Hogg y Luis Supervielle, entre otros. Era otra guerra porque el británico la considerada una partida personal. Desde Buenos Aires había volado no sólo a Bariloche, sino a Porto Alegre, Santiago del Estero y Asunción. Totalizó unos 100 mil kilómetros y se había transformado en un profundo y didáctico divulgador de la aviación comercial a través de largos reportajes. Se habían producido accidentes, pero no en los vuelos comerciales. Y todo parecía una difusión promocional, como un casamiento aéreo (como se llamó al protagonizado por Angélica Rodríguez y José M. Pi). Ella trepó ataviada de blanco, claro que protegida de casco a cambio de la corona de azahares. El Caudrón 180 HP sin cabina protectora despegó el 16 de octubre de 1921 desde San Isidro para en pocos minutos pasar rasante sobre la colmada tribuna del desaparecido hipódromo de San Martín. La algarabía de 6500 espectadores se mezcló con los acordes de la banda municipal que amenizó la boda tras el aterrizaje.
Kingsley viajó en 1922 a Europa y Estados Unidos para ampliar la compañía con hidroaviones Vickers-Viking y así unir el puerto porteño con Montevideo y agilizar ese viaje. Su compañía era privada, pero el piloto de la Primera Guerra sostenía que el Estado debía emprender caminos de subvención: con aeropuertos, mantenimiento y otros soportes, pero no manejando esas empresas. En 1923, cuando se agudizaron los problemas financieros de la compañía, Kingsley seguía en divulgador. Sostenía -a la manera de un profeta- que la tecnología vencería a la niebla para los aterrizajes y a todos los meteoros. Pero no pudo sostenerse económicamente. Los vuelos terminaron al año siguiente. Las empresas subsidiadas europeas, en cambio, estaban fuertes. En 1927, la aeropostal francesa aterrizaba en la sumisa Buenos Aires.