¿Qué empieza cuando empiezan las clases?
El paso del tiempo es difícil de percibir cuando uno es chico. Grandes tramos del calendario parecen transcurrir con una amable monotonía puntuada por cumpleaños propios y ajenos, actos propulsados por maestras con ambiciones desorbitadas, pruebas particularmente difíciles y esperadas vacaciones en destinos aburrridísimos, a la vuelta de las cuales los adultos bombardean al aún soleado educando con una estentórea sorpresa ante su inesperado (y aparentemente instantáneo) elevamiento en altura y madurez emocional.
Ser grande es, en todos los órdenes de la vida, una definición relativa. Son los grados en la escuela los que permiten sentir que se avanza colectivamente hacia un casillero de llegada, aquel que nos catapulta desde una etapa hacia la siguiente. La progresión inherente al proceso de aprendizaje es uno de los pocos ejemplos que conozco capaces de responder el interrogante existencial del “mamá, ¿cuánto falta?”
Esto es: no es lo mismo decir nueve años, cuyo arribo es capaz de provocar larguísimas disquisiciones acerca de cuál es el umbral que certifica que ya no se es un “chico-chico”, pero tampoco adolescente (el “nene grande”), que cuarto grado, que sin lugar a discusiones está más cerca de la secundaria que del jardín. Entre muchas otras cosas positivas, las clases dotan a la rutina de nuestras vidas infantiles de algo muy necesario: una cuenta regresiva hacia el futuro.
Cuando precisamente tenía nueve años, una sucesión de enfermedades “de calendario escolar” hizo que pasara nueve de los diez meses de clases recluida en casa. Seguramente no fue exactamente así, pero recuerdo que mi único contacto con la escuela durante ese quinto grado fue el que mantenía con las siempre cálidas autoridades de Sanidad Escolar, encargadas de certificar que –contra todo pronóstico estadístico– sí era posible contagiarse de paperas después de una cuarta angina consecutiva (hoy atribuyo mi satisfacción ante el diagnóstico al habitual temperamento melodramático de la infancia: un logro es un logro).
La casi total falta de recuerdos del “año que pasé en cama” –tal y como quedó ingresado en los anales familiares, repletos de pésimas experiencias escolares– es un testamento más de cómo tener hijos cambia incluso la percepción de nuestra propia historia. Me encuentro tratando de forzar algún dato de mi cerebro sobre esa época, la curiosidad propulsada por la muy actual combinación de aislamiento prolongado, enfermedades contagiosas y las consecuencias de la falta de contacto social en la infancia. Pero, más allá de una lista de lecturas que pintaban a la escuela como un lugar seguro donde encontrarse a sí mismo (Un árbol crece en Brooklyn, de Betty Smith; Anne de Tejados Verdes, de L. M. Montgomery; ¡Qué porquería es el glóbulo!, de José María Firpo) y la terrorífica publicidad televisiva del regreso de Narciso Ibáñez Menta con El pulpo negro, nada vuelve de esos meses, salvo la certeza que escapar del bullying era un objetivo que ameritaba cualquier riesgo sanitario.
Estos cuatro lunes, que marcan el esperado regreso a las escuelas de los estudiantes en todo el país, tras muchos meses de clases en las casas entre Zooms, Meets y WhatsApps, tienen para cada familia la épica de un regreso a alguna normalidad que difícilmente pueda ser considerada rutinaria. Y no solo por los cambios que han llegado para quedarse para los chicos, desde la integración de sus burbujas hasta el barbijo de repuesto y la falta de corridas en los recreos. Para sus padres, la jornada escolar reducida y la alternancia entre virtualidad y presencialidad prueban los límites del ingenio, los recursos y la solidaridad. La dura respuesta para quienes pensábamos que 2021 era el “mamá, ¿cuánto falta?” de la pandemia.