¿Qué hacían las visitas antes de Netflix?
Hace poco me tocó leer un cuento infantil en la casa de unos amigos. Sofi, la hija de ellos, aburrida de la serie de Netflix que sus padres miraban y comentaban con fervor en el living de la casa, me pidió que le leyera un libro que habían elegido con la madre en la Feria del Libro Infantil y Juvenil en el Centro Cultural Kirchner esa misma tarde, helada como casi todas las de estas vacaciones de invierno. No había calefacción en las huecas instalaciones del centro cultural más importante de la ciudad y el paseo había sido hecho por madre e hija a paso vivo. El libro está protagonizado por una niña y un emperador extraterrestre.
En Visitas, que fue escrito por Natalia Méndez e ilustrado por Fernando Calvi, una nena llamada Samanta se queda sola una tarde en casa porque su madre se demora en el trabajo. Por teléfono, le dice que sabe que Samanta será responsable. "¿Se porta bien?", pregunta Sofi cuando escucha esa palabra. Pero por suerte en la Feria no eligieron un cuento sobre la importancia del buen comportamiento.
La protagonista de la historia, como la hija de mis amigos, es hija única y en su soledad fantasea con la compañía que podría brindarle la presencia de un hermano en situaciones como esas. Filosóficamente, en la siguiente página recuerda las protestas de una compañera de la escuela que se queja de sus hermanos. Los dibujos de Calvi muestran a unos chicos con el dedo acusativo en alto o los puños cerrados. De las bocas abiertas como pozos oscuros no pueden sino salir alaridos. Samanta parece suspirar.
Convencida de que quedarse sola unas horas tiene sus beneficios, poco después la chica recibe la visita de un niño de piel verde que se fugó de su planeta. Es emperador. Samanta se da cuenta de que viene de otro planeta porque tiene una antena roja y de que es un rey porque una pequeña corona dorada flota sobre su cabeza como la aureola de los santos. Como ocurre tan seguido en la infancia, los dos chicos se hacen amigos y de inmediato integran al encuentro a un elenco de animales: un zorro, un gato soñoliento, un oso que bebe té. A la hija de mis amigos le divierte que la casa de Samanta quede patas para arriba, con papeles dibujados por el piso, sillas volcadas y adornos fuera de su lugar. Las historias pueden esconder un leve y merecido desquite del mundo real.
Primero leí de corrido el cuento y Sofi después completó las palabras (que al fin y al cabo no eran tantas) con su propia versión. En su relato, el pequeño emperador extraterrestre era, sin duda, el hermano de la protagonista que vivía en otro planeta con el padre. La nave espacial que pasa a buscarlo con una corte de súbditos a bordo, provistos de instrumentos musicales, aterriza en el jardín de la casa de la chica. Según comentó Sofi, el cerco de madera era similar al que hay en la casa de su abuela, en las afueras de Lanús. "Allá hay menos tránsito y las naves pueden llegar y despegar más rápido".
Le cuento que las visitas inesperadas eran muy frecuentes cuando su padre y yo teníamos su edad. A nuestras casas todos los días llegaban tíos, primas, compañeros de trabajo, vecinas, amigos del colegio y vendedores de enciclopedias, de sandías y ollas de bronce. Cuando queríamos huir de las visitas de los adultos, nos trepábamos a los árboles cercanos más fáciles de trepar: la higuera, el paraíso o la morera que estaba al lado del tanque de agua. También subíamos a la terraza y nos sentábamos a leer historietas en los últimos escalones. Si hacía frío, íbamos al galponcito a contar clavos o a revolver el baúl que había viajado en un transatlántico desde Génova.
Cuando el nuevo episodio que cuenta la apasionante vida de un cantante de boleros termina, mis amigos se acercan a nosotros y nos dan algunas claves biográficas para entender canciones que, o bien Sofi jamás escuchó, o bien yo olvidé por completo. "Era de otro planeta", dice mi amigo. "Un rey", acota la madre de la chica. Les propongo preparar un té antes de que termine mi visita y salir de nuevo al frío que trajo el mes de julio a Buenos Aires.