¿Quién detendrá esta locura?
Estamos pagando un precio muy alto para tomar acabada conciencia del horror y el sinsentido de la guerra. Cuesta seguir con las cosas de todos los días, incluso atender las perversiones de la política local, mientras llegan desde Ucrania imágenes desgarradoras de la invasión rusa. La sociedad global, interconectada en tiempo real por las redes, se estremece en oleadas de indignación y empatía ante el sufrimiento multiplicado a diario por las órdenes de destrucción de una persona que, en su delirio megalómano, identifica el balbuceo de su voluntad con los designios de la Historia. Esa voluntad alienada se cobra decenas o cientos de vidas inocentes cada día mientras, apoyada en un arsenal que incluye un poder nuclear devastador, mantiene en vilo al resto de la humanidad. Como un mal sueño, esperamos que todo acabe por la mañana, al despertar. Pero estamos en medio de una pesadilla real. Y asistimos a ella en forma colectiva, aunque la artillería y las bombas rusas estallan sobre los cuerpos y la vida de los ucranianos.
¿Quién detendrá esta locura? Los intolerables ataques contra la población civil imponen la pregunta. Hospitales, colegios, edificios de departamentos, teatros. De hecho, todo ucraniano se ha convertido en un blanco del ejército ruso, que destruye y mata, como quiere el Kremlin, en nombre de la seguridad y la purificación de la sociedad. Orwell desembozado: la guerra es la paz.
Vladimir Putin se metió en un callejón sin salida y ni siquiera sabemos si quiere salir. Está atrapado, además, en una paradoja. Cuanto más gana, más pierde. La superioridad material de su ejército es incontrastable y no hay duda que, de continuar con el ataque, acabará doblegando la resistencia de los ucranianos. Sin embargo, el mundo es testigo de las aberraciones y la crueldad que ese avance supone. En su insensible ceguera, Putin podrá acabar tomando Kiev y las principales ciudades de Ucrania, pero su triunfo será la derrota más oprobiosa que pueda darse. El líder ruso ya es un paria. Y va camino de convertir a Rusia en un país paria. Cada metro que avanza mediante el estruendo de las bombas es para él, en verdad, un paso para atrás.
"Putin y Cristina Kirchner viven, cada uno a su modo, en un relato que en esencia es común a las autocracias del siglo XXI y le cabe tanto a Chávez como a Trump"
Los ucranianos viven su propia paradoja. En su resistencia, encarnan la fuerza de los que están dispuestos a defender la libertad poniendo en riesgo su propia vida. Su heroísmo exhibe, por contraste, el proceder inhumano de Putin y su ejército. Y despierta además el apoyo moral de la opinión pública occidental, junto con una gran asistencia material en armamento y pertrechos bélicos. Y acá viene la paradoja terrible: tal como están las cosas, cuanto más resistan los ucranianos, más destrucción y muerte habrán de sufrir. Darles armas es ayudarlos a defenderse, pero al mismo tiempo es condenarlos a una larga y penosa masacre, a un goteo ininterrumpido de muerte. La pregunta cobra entonces la urgencia de una súplica: ¿quién detendrá esta locura?
En otra escala, nuestro país vive su propia alienación, propiciada sobre todo por aquella que, como Putin, vive aferrada al relato y no advierte que las cosas ya no son como eran antes. Eso la deja tan sola y aislada como lo está el líder ruso. Y en un callejón sin salida análogo, porque también carece de plan.
Todo indica que Cristina Kirchner se fue a cuarteles de invierno a reformular su relato. A un simulacro le seguirá otro. El que se acabó de deshilachar con la fragmentación del oficialismo durante la votación del acuerdo con el Fondo sirvió para ganar las elecciones, pero no para gobernar. Y no sorprende, porque nunca hubo plan alguno. Solo la ambición de poder de tres socios que con justa razón se desconfían mutuamente, por decir lo menos, sobre los que se encaramó el resto del peronismo por mero instinto de supervivencia. Vivir en el engaño tiene costos. Durante este gobierno de la vicepresidenta (es su gobierno, no cabe duda, ella pergeñó el Frankenstein) el país ha sufrido su propia dosis de devastación, con importantes cuotas de sufrimiento.
Putin y Cristina Kirchner han elegido vivir, cada uno a su modo, en un relato que en esencia es común a las autocracias del siglo XXI, ya sean de izquierda o de derecha, y le cabe tanto a Chávez como a Trump. En el fondo, se trata de distintas expresiones de un mismo fenómeno: el populismo nacionalista de cuño narcisista, que niega la existencia del otro y aspira a la hegemonía.
En base a un cóctel de resentimiento y sed de venganza originado en humillaciones sufridas o percibidas, los líderes populistas diseñan un enemigo a medida al que le endilgan todos los males. Ese objeto del odio, por contraste, habilita la construcción ficticia de una identidad pura y cristalizada que encarnaría el bien y estimula el fanatismo en sus seguidores, en tanto les ofrece el cobijo de una falsa certeza. La polarización resultante, claro, redunda en sumisión a la figura idealizada del líder, que desde el espejismo del relato avanza hacia la concentración del poder y la destrucción de la ley. O hacia la destrucción a secas y en una alienación pavorosa, como ocurre con la invasión rusa a Ucrania. Una locura que es preciso detener.