Rafael Bielsa: la lección de un maestro
Por René Balestra Para LA NACION
ROSARIO
Deberíamos saber, es una realidad que rompe las ventanas, que nadie que ha cumplido los 15 años vuelve a cumplirlos. La vida no tiene retorno ni hay oportunidad de desandar los años. Sin embargo, existen experiencias que uno tiene la sensación de haberlas vivido. Como si lo que el formidable pensador italiano Giambattista Vico dijo fuera cierto: que la historia es un corsi ricorsi. El mismo lo aclaró en su libro fundamental, La ciencia nueva: la historia no se repite en un sentido literal, sino en la reiteración de situaciones que tienen un aire de familia con circunstancias pasadas. Pensando en Vico, pero sobre todo pensando en lo que pasa a nuestro alrededor, tenemos la tentación de creer que la historia es circular y que los errores y los horrores del pasado vuelven, están entre nosotros, gozando de espléndida salud.
Contrariamente a lo que se escucha y se lee, el gobierno actual no es una reiteración de la década del 70 del siglo pasado. Pese a determinados personajes de esa década fascista, que continúan siéndolo, este equipo político tiene más coincidencias temperamentales y funcionales con la década del 50 del siglo XX. Puntualmente, con el peronismo de la primera reelección. Con los excesos de la soberbia de 1952. Esa montaña de despropósitos gratuitos e innecesarios que Juan Perón instrumentó en el inicio de su caudalosa y abrumadora reelección. El presidente actual no cuenta ni con el carisma ni con el volumen electoral del Perón de 1952, pero, en lo que hace y en lo que deja de hacer, quiere imitarlo y, si es posible, superarlo. Más allá y más acá de nuestras simpatías y antipatías, tirios y troyanos podemos coincidir en que Perón tenía en 1952 apoyo suficiente como para no necesitar hacer lo que hizo: obligar a los empleados públicos a afiliarse al partido peronista para conservar el empleo; presionar a obreros, funcionarios y estudiantes para conseguir la incondicionalidad sobre su persona y sus políticas. Esos agravios caprichosos y superfluos herían la dignidad de millones y todavía hoy resulta difícil o imposible comprender y perdonar. Un sistema totalitario –en 1952 y en 2005– es aquel que se edifica sobre la acción de un gobierno que anhela acaparar la totalidad de las voluntades y de las funciones; aquel que termina anegando la vida humana hasta ahogar al ciudadano, que es la materia prima insoslayable de todo régimen civilizado.
Para oponerse a estos operativos monstruosos de adocenamiento se necesita coraje. No un coraje estentóreo, sino sereno, pero firme; el coraje de poder y saber decir no. El coraje de aquel labriego español, aparcero de un poderoso propietario rural, que le pedía el voto para las elecciones en las que él se presentaba como candidato a diputado a las Cortes. Ante su negativa, el propietario le advierte que su actitud puede perjudicarlo. El labriego le contesta: “Señor, en mi hambre mando yo”. Flota sobre nuestra época una inmensa nostalgia por el coraje sereno y viril del labriego español. Esa nostalgia no es sólo de nuestros días. En esa década y en ese año de 1952, la sociedad acompañaba al oficialismo de turno. Toda la sociedad sabía lo de la afiliación forzosa. La inmensa mayoría lo aprobaba. Es más: cuando alguien quedaba cesante por no haberse avenido a firmar la ficha partidaria, el comentario general era recriminatorio contra el remiso. “Total, qué le costaba afiliarse, si él, por dentro, seguía pensando como quería”. Esa era la reflexión “inteligente” o “criteriosa”.
Hay una diferencia notable entre un profesor y un maestro. Los dos enseñan; uno con lo que dice, el otro con lo que hace. El profesor –si es bueno– es alguien que profesa precisamente su vocación en la tarea cotidiana de transmitir conocimientos. Tiene capacidad pedagógica, explica bien y el caudal de lo que sabe es abundante y valioso. El maestro también posee las aptitudes del primero: sabe, tiene volumen de sabiduría y condiciones didácticas. Pero, además, por lo que hace y deja de hacer, por su estilo de vida, genera en sus alumnos afán de seguimiento. Se convierte en una ejemplaridad. Su tabla de valores vitales se vuelve contagiosa.
Manuel García Morente, en Lecciones preliminares de filosofía, nos enseñó la imposibilidad absoluta de transmitir las vivencias. Dijo que unas horas en un boulevard de París le dan a ese habitante una superioridad insalvable contra el que no conoce la ciudad, aunque haya agotado bibliotecas con planos, fotos y descripciones. Pasa lo mismo con aquellos que pretendemos transmitir a los que no lo vivieron lo que fue el primer peronismo. Fue una especie de tsunami sobre la sociedad argentina. Ciertos sociólogos, psicólogos sociales e historiadores han tratado de rescatar de ese aluvión aspectos positivos. Han señalado –con razón– que vastos sectores lograron integrarse a la sociedad y que la capilaridad social fue formidable en ese camino de ascenso de sectores postergados. Pero el peronismo, antes y ahora, aparte de un fenómeno social, es una manera de entender la política. El de los inicios, el de la primera reelección, el de 1952, era un populismo despótico, arbitrario, antirrepublicano. Fue totalitario porque concentró los tres poderes y militarizó el país. El coraje civil siempre es escaso y en la década del 50, francamente minoritario. Un hombre superior, un profesor distinguido de la universidad nacional que tal vez, y sin tal vez, haya sido el más formidable doctrinario del derecho administrativo entre nosotros, Rafael Bielsa, enfrentó la arbitrariedad, el capricho despótico, la demagogia. En septiembre de 1952 dio una conferencia que luego publicó en folleto, titulado La formación del gobernante y la educación jurídica. Leerlo hoy es experimentar la certeza de que Vico tenía razón: de que la historia es un corsi ricorsi. De que la democracia puede ser totalitaria si a la vez no es republicana. Refiriéndose a un tirano griego llamado Cleón (adviértase la cacofonía) dice textualmente: “Era un palabrero improvisado, que explotaba la credulidad de las masas para excitarlas, al tiempo que las sobornaba, acostumbrándolas a codiciar lo ajeno y a la indisciplina (lo mismo que un mal padre de familia que en lugar de imponer el orden y la disciplina, da rienda suelta a los menores irresponsables, acompañando de caramelos la prédica)”. A los déspotas los llama “socializadores de la arbitrariedad”. Hablando de la mala fe gubernamental dice: “Por ejemplo, ocultar la realidad hasta pasadas las elecciones o los actos de papanatismo popular y empezar al día siguiente el plan de claudicaciones, las palinodias, etc.”
Rafael Bielsa, el eminente tratadista, como todo ser humano, tuvo actitudes polémicas. Cuando Perón expulsó a excelentes profesores de la universidad estatal y muchos de sus colegas renunciaron en solidaridad, él permaneció. Dijo que las cátedras de las instituciones oficiales no pertenecen a los gobiernos, sino al país. Sin embargo, su conducta como profesor y como ciudadano fue impecable. Como un banderillero, marcó a fuego cada una de las innumerables barbaridades jurídicas y políticas que se cometieron. Fue uno de los que mantuvieron la república viva cuando había dejado de existir en la Argentina oficial. En un paralelismo inquietante, hoy los abusos y los malos usos se suceden y la República no acaba de nacer. Necesitamos seguir su ejemplo.
El homónimo actual, como todo homónimo –lo dice la gramática– se escribe igual, pero no es lo mismo.
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