Reconstruir una política de la buena fe
Reparar las instituciones y la capacidad de gestión del Estado es necesario, pero no suficiente; para "unir a los argentinos", resulta imperioso recrear un lenguaje común en el que todas la voces sean escuchadas
Desde el momento en que fue derrotado en la segunda vuelta electoral, el oficialismo que hoy deja el poder intentó persuadir a sus votantes, pero sobre todo a sí mismo, de que el resultado fue de hecho un empate y que, por tanto, la sociedad está dividida en mitades antagónicas. Que esa afirmación resulta falaz se hace evidente no bien se observan los resultados del primer turno y, más aun, de las PASO: uno y otras muestran que el país político es más diverso y plural de cuanto el kirchnerismo quiso nunca reconocer, y para el cual nunca pretendió gobernar. Ésa es una buena noticia para una sociedad tanto más rica cuanto más variada, pero no lo es necesariamente para el gobierno que hoy llega a la Casa Rosada, que debe preguntarse qué esperan de él quienes lo votaron en la primera vuelta pero también aquellos que sólo lo hicieron como estrategia para evitar la continuidad del kirchnerismo. Y que deberá preguntarse con no menos interés y rigor qué preocupa a quienes, aun sin haber optado en principio por el FPV, lo hicieron en el ballottage como modo de evitar que Cambiemos llegara al poder.
Saber qué esperan unos y qué preocupa a los otros es razonablemente sencillo cuando las fuerzas en disputa responden a tradiciones políticas y programáticas. No es el caso de Cambiemos, una coalición liderada por un partido joven cuya historia se limita a la administración de una ciudad en la cual los conflictos de intereses se resuelven con menos densidad ideológica -e incluso política- que los que presumiblemente deberá enfrentar en el gobierno nacional; un partido que ha insistido -erróneamente, a mi entender- en que las categorías con las que la política ha sido usualmente pensada no son ya útiles para comprender la realidad.
Muchos comentaristas han señalado que las prioridades del nuevo gobierno son, a un tiempo, sencillas de enunciar aunque complejas de ejecutar: se trataría, fundamentalmente, de reconstruir la institucionalidad republicana y las capacidades de gestión de un Estado cuyos saberes son cada vez más frágiles y cuyas habilidades han estado cada vez más al servicio de intereses particulares que del bien común, en un largo ciclo de degradación que alcanzó durante el kirchnerismo una gravedad inusitada.
Es posible que allí radique la esperanza compartida por quienes votaron al nuevo gobierno en la primera vuelta y quienes lo hicieron en el ballottage: el piso mínimo de expectativas de quienes están convencidos de la necesidad de bloquear la continuidad del kirchnerismo no sólo para terminar con la destrucción del espacio público y los bienes comunes, tanto materiales como simbólicos, en la que aquél parecía empeñado, sino también para poner un freno al desarrollo de los mercados clandestinos cada vez más extendidos al amparo de los vínculos crecientemente estrechos entre política, fuerzas de seguridad y crimen organizado.
Sin embargo, la atención a estas exigencias de quienes han llevado al nuevo gobierno al poder no dice nada respecto de la escucha que el mismo gobierno debería prestar a quienes no lo acompañaron en las elecciones si, como ha declarado el nuevo presidente, uno de los objetivos que se ha propuesto consiste en lograr la "unión de los argentinos". Porque los doce millones de ciudadanos que eligieron al FPV en el ballottage no lo hicieron con el ánimo de favorecer la corrupción, alentar a las mafias o premiar la incompetencia del Estado, sino porque pensaron que el candidato ahora derrotado estaba en mejores condiciones de satisfacer sus legítimas necesidades y aspiraciones, individuales y colectivas.
Pero ¿es posible escuchar esas demandas? En escenarios más ordenados ideológica y políticamente que el nuestro, los electores se alinean a lo largo de un vector en el que fundamentalmente cambian los énfasis sobre las mismas cuestiones, que son comunes a unos y otros partidos políticos y a los candidatos que los representan, a partir de acuerdos generales sobre el ordenamiento de la sociedad. Entre nosotros, sin embargo, los electores se han visto obligados a elegir entre gramáticas distintas, entre regímenes discursivos que se ignoran mutuamente.
La "unión de los argentinos" no debería entonces imaginarse como la inexistencia de conflictos, sino como la reconstrucción de un lenguaje político que ha estado ausente de la escena todos estos años, dado que el gobierno que se va ha llevado adelante una política de mala fe que consistió, tal como la describe J.G.A. Pocock, "en la realización de actos de habla en los que definió que son los demás los que actúan de mala fe, de tal manera que el único medio de los otros para mostrar su buena fe era hacer lo que [el gobierno] deseaba que hicieran".
Uno de los riesgos de la etapa que se inicia hoy radica en que posiblemente se pase de una política en la que las palabras han ignorado la contundencia de los hechos a otra de hechos desprovistos de palabras. Un riesgo, porque la política sólo existe allí donde hay una conversación, es decir, cuando el gobierno se obliga a verbalizar sus actos de tal modo de dar a todos la oportunidad de oponer argumentos, responder y refutar lo dicho por el poder. "Hay política -afirma Pocock- cuando la gente es exitosa al comunicar, es decir, al replicar afirmaciones."
La institución que más urgentemente necesita ser reparada entre nosotros no es otra que el lenguaje, la única institución que hace existir al otro, políticamente. Es sólo en la conversación política -es decir, en la expresión de la respuesta y la refutación- que la Argentina volverá a ser una, en su diversidad y variedad. Recrear la política es por tanto recrear un lenguaje dialógico, en el que la oposición -o las oposiciones- nunca más sea sospechada de mala fe por no hacer lo que el oficialismo pretende que haga.
Que el nuevo gobierno escuche, entonces, lo que tienen para decir no sólo sus votantes, sino también quienes no lo votaron, quienes lo prefirieron y quienes eligieron otras opciones. Esto es imprescindible para comenzar una de las grandes tareas incumplidas de nuestra democracia: la creación de una sociedad política autónoma, que muestre igual consideración y respeto por todos los miembros de la comunidad política, los cuales, a su vez, deben gozar no sólo de la mayor libertad, sino también de los recursos fundamentales para la elección y concreción de sus propios planes de vida.
Ensayista y editor