Regalar promesas a la carta
Escribió hace algunas cuantas décadas un filósofo, no sin una ironía lesiva, que el progresista siempre triunfa y el reaccionario siempre tiene razón. Tener razón consistía, en sus propias palabras, "no en ocupar el escenario, sino en anunciar desde el primer acto los cadáveres del quinto".
Podemos pasar por alto la luctuosa metáfora teatral y concentrarnos en el fondo de la cuestión: el éxito del progresismo se funda en una promesa que no mide –o bien oculta la medición– las consecuencias implicadas en su cumplimiento; un cumplimiento, por lo demás, improbable, porque la clave del triunfo es también no pasar jamás del primer acto y, ante el fracaso, alegar después un defectivo deus ex machina que hizo fracasar la representación contra la voluntad de autores y actores.
La condena que pesa sobre el reaccionario es semejante a la del conservador. Para decirlo con palabras de otro filósofo, Roger Scruton, "una de las razones por las que los conservadores están en desventaja es que su posición es cierta pero aburrida, la de sus oponentes es excitante pero falsa".
El progresista le dice a cada uno lo que cada uno quiere escuchar, incluso lo que cada uno quiere escuchar en contra de los otros. Este canto de sirenas cruzado provoca una red de inconsecuencias. La promesa a la carta está subordinada a la conquista y conservación del poder, pero aun cuando no se rigiera por esa finalidad interesada, su cumplimiento sería de todos modos imposible, puesto que una promesa anula a la otra y porque, además, la historia se tuerce con curvas contingentes, incalculables.
Ya desde los tiempos de la campaña, el Frente de Todos aplicó esa estrategia en el interior de sus filas. Recordemos, por caso, la posición sobre Venezuela. En julio, Cristina Fernández de Kirchner dijo lo siguiente: "Sorry, con la comida estamos igual que Venezuela". Dos días después, Alberto Fernández decidió moderar –o directamente refutar– la afirmación: "Está claro que la condición de Venezuela es mucho más grave que la argentina". Tras el triunfo electoral, las inconsecuencias proliferaron aun más que en campaña, cosa rara porque la campaña es siempre tiempo de espejismos. Así, por ejemplo, Alberto Fernández asistió a la presentación del libro de una militante a favor de la legalización del aborto e, invitado a tomar la palabra, insistió en que "avalaba" todo lo que se había dicho allí; fue la antesala de otra declaración periodística en la que anunció que "habría un proyecto de ley mandado por el presidente tan pronto como lleguemos". Sin embargo, como en un bien ensayado paso de comedia, Felipe Solá, con toda probabilidad próximo canciller, observó por su lado: "Nuestra decisión es tener al Papa como guía en muchas cuestiones de la vida cotidiana".
Los ejemplos podrían multiplicarse, pero resulta innecesario porque la comprensión será idéntica. Se dirá que todas las posiciones políticas hacen en mayor o menor medida equilibro en la cuerda (más floja que tensa) de la promesa y de su aplazamiento. Puede ser. Pero aquello que en otras posiciones es un vicio de la construcción de poder, se convierte en este caso en una matriz espiralada e inconducente: siempre alguien pierde en el juego a varias puntas. Hay que buscar por aquí también la causa de que el progresismo envejezca tan mal. Las promesas de una época no son las de otra. Conviene estar atento a qué demanda cada época, o mejor, más eficaz y cínicamente, crear esa necesidad. Igual que en la moda, el diseño de la nueva temporada desplaza al de la temporada anterior. Igual, también, que en la moda, el milenarismo profano comporta modelos retro.
Optimismo y esperanza no son sinónimos. Existe en la esperanza esa lucidez del pesimismo que evita el engaño del fuego fatuo. Como Laocoonte que, ante la vista del Caballo de Troya, dijo que había que recelar de los dánaos, "sobre todo cuando llegan con regalos"