Regar las plantas, algo que nos desconecta de la rutina
Una de las tareas domésticas que me tocó en suerte en el reparto que establecía mi abuela materna era regar las plantas. Mi sueño entonces era que un arroyo cruzara el fondo de la casa o que de pronto una mañana despertara a orillas de un lago. Sin embargo, sólo había una canilla. De ahí llenaba los baldes para darles agua a las plantas de tomates y a los rosales, al limonero, a las azaleas y a los helechos serranos. Viví siempre entre plantas.
No había entonces diálogo alguno entre las plantas y yo, aunque era consciente de que ellas pertenecían, como estaba escrito en las láminas del Pequeño Larousse Ilustrado, a un “reino” vegetal. Como un súbdito común y corriente, prestaba mis servicios con cierta dosis de desobediencia. Les echaba baldazos o cavaba una acequia entre el retoño de un falso pimiento y las raíces onduladas de la higuera. En verano bañaba las plantas dos veces por día: no había que asistir a la escuela y las horas sobraban, como parecían sobrar durante esos años. Después de regarlas, confundía el movimiento de las hojas con una señal de agradecimiento después de una tarde sofocante.
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Las plantas tenían toda una mitología en la familia de mi madre. Sin que se enteraran, podían ser tema de conversación una tarde entera entre parientes. De las plantas comestibles que cultivaba mi abuelo a las plantas con flores que crecían en canteros decorados con piedras de ríos, pasando por el cerco que habíamos construido para proteger a las plantas de la pareja de tortugas que vivían su vida antigua alejadas de nosotros, el tiempo adquiría una dimensión similar a la que yo imaginaba que habían habitado mis abuelos inmigrantes. En las anécdotas que contaban, un maizal servía tanto para ocultar ollas de bronce de los soldados de uno y de otro bando durante la Segunda Guerra Mundial como para alimentar a una familia completa (la de ellos) cuando faltaba la comida. Las plantas los habían salvado de morir de hambre.
Mi vocación por el riego se mantuvo a lo largo de los años. Aún vivo con plantas obsequiadas por mi madre o por una pareja de hermanas ancianas que tuvieron que mudarse de la ciudad al partido San Martín; otras que crecieron de gajos capturados en algún parque público; plantas compradas en un vivero del barrio.
En la biblioteca, crece un sector de libros dedicados a las plantas. Leo en Compañía botánica (Grijalbo), un libro de publicación reciente de Cecilia Bernard y Meena Ferrea, que el riego es “una actividad que nos desconecta de la rutina y nos sirve como cable a tierra para distendernos y acercarnos a nuestras plantas”. Por algunos de los consejos que dan las autoras, creo que hubieran desaprobado mi manera de regar las plantas durante la infancia. Sabrán disculpar. El libro tiene unas fotos perfectas tomadas por Erika Rojas. Esas imágenes harían empalidecer de envidia a las plantas con las que convivo (si las plantas pudieran sentir envidia).
Según un relato breve de Ana María Shua en Botánica del caos, las plantas pueden temer. “Que los árboles, arbustos y otras especies vegetales también son capaces de sentir miedo, lo prueba el hecho de que existan las plantas fantasmas. Qué objeto tendría, en efecto, la súbita aparición de almas vegetales, su posibilidad de escapar por momentos del Otro Mundo, si sus congéneres no se asustaran de ellas. Estos ectoplasmas, casi tan silenciosos como lo fueron en vida, emiten apenas un susurro apagado pero constante, como si sus hojas y sus ramas o tallos se entrechocaran suavemente al ritmo de un viento invisible: ningún movimiento agita las copas inmóviles y transparentes. Los fantasmas vegetales sólo pueden ser percibidos por seres de su mismo reino.”
Aunque la ficción no pretende probar nada, la imagen remota del temblor de las hojas de las plantas a la hora del riego se asocia con una historia mayor en que las plantas, junto con antepasados, seres queridos e incluso soldados desconocidos, cumplieron discretos papeles de testigos, cómplices o aliados.