Reseña: Quien pierde paga, Stephen King
Con más de medio centenar de novelas conocidas en todo el mundo, Stephen King (Portland, 1947) dice que no les tiene miedo a los asesinos ni a los monstruos que caminan y se arrastran por sus historias. Lo único que lo asusta es un miedo simple y literario: repetirse. Respecto de eso, tampoco evita los detalles: lo que más lo asusta es escribir libros que sean la sombra de su propia parodia. ¿O acaso el peso del tiempo, la necesidad de escribir y la rugiente expectativa de millones de lectores no podrían combinarse para él, como antes lo hicieron para otros, de una manera amenazadora? ¿Y si la imaginación del autor de Carrie, El resplandor o It se extinguiera?
Claro que King sabe que la forma de purgar ese temor a la senilidad literaria es enfrentarlo a través de su propia literatura. Y por eso Quien pierde paga, continuación del policial Mr. Mercedes, explora el dilema de un escritor de culto cuyas reticencias creativas lo llevan primero a dejar de publicar y después a dejar de mostrarse en público. Aunque su “admirador número uno” no esté dispuesto a soportarlo.
Parte de ese asunto ya había sido planteado por King en 1987 con Misery –publicada en la Argentina con traducción de César Aira, una opción más amable que esta versión ibérica que incluye frases como “Pete esperaba que Tina estallase en una rabieta de padre y muy señor mío”–, la historia de un exitoso autor de novelas románticas que también es secuestrado por una admiradora que lo obliga a escribir lo único que ella desea leer. Pero la obsesión no debería mezclarse tan pronto con un problema más sutil según el cual la literatura, como iban a señalar Don Quijote y Madame Bovary, se confunde con un arte que, en lugar de deformar la realidad, la refleja. Por eso Quien pierde paga podría leerse casi como un suplemento didáctico de Misery, ahora con la participación de personajes dedicados a la creación, la formación y el comercio literario, sin que eso signifique para King dar el paso en falso y caer en la autoparodia.
Como medida preventiva, John Rothstein, el escritor que se “retira” luego de crear a Jimmy Gold, un personaje que combina rasgos narrativos de Philip Roth, John Updike y J. D. Salinger, no sobrevive ni siquiera unas horas en manos de su admirador. Es entonces cuando a través de dos versiones simultáneas de su legado, que incluye no sólo los dólares sino también las novelas inéditas que Rothstein escondía en su caja fuerte, King da forma a las confusiones estéticas de Morris Bellamy, un veterano criminal de los años setenta, y de Pete Saubers, un adolescente que aspira a convertirse en crítico literario. Dos vidas opuestas que confrontan, hasta las últimas consecuencias, dos maneras opuestas de leer.
Por eso es que, más allá del suspenso de su historia –que King organiza con la misma simplicidad de quienes resuelven un cubo de Rubik en segundos–, la novela gira alrededor de dos preguntas clave: ¿qué encuentra un lector que se declara “admirador” de un escritor? ¿Y qué significa para un escritor crear libros invisibles al “ojo crítico que siempre debe permanecer frío y claro”?
Éstas son las cuestiones subterráneas que sin duda le permiten a King desnudar algo de su larga experiencia personal en el terreno. “Un buen novelista no crea incidentes; observa mientras ocurren y luego escribe lo que lee. Un buen novelista es consciente de que ejerce de secretario, no de Dios”, tratan de explicarle en algún momento de la novela a Bellamy, enojado con Rothstein porque “creó uno de los personajes más importantes de la literatura estadounidense y luego se cagó en él”.
Y aun así, escondido bajo los nombres, los gustos, los personajes a través de los que habla ese collage sintético y burlón de autor de la Gran Novela Americana que representa Rothstein, la respuesta no podría ser más King: “Los tipejos como tú son la deshonra de los lectores”.
QUIEN PIERDE PAGA. Stephen King, Plaza &Janés. Trad.: C. M. Sole. 441 págs., $ 449