Editorial II. Salvajismo delictivo
La inseguridad se hace presente en nuestra vida cotidiana mediante una amplia gama de modalidades delictivas que, no obstante caracterizarse por su variada gravedad, terminan igualándose en el corrosivo ejercicio de una notable influencia negativa sobre la convivencia social. Hay delitos atroces y, en medida similar, también hay raterías de poca monta. Los unos y las otras se amalgaman en la conciencia de la sociedad y le dan forma concreta al clima de aprensión y desconfianza en que se encuentra sumida.
Abundan los ejemplos de salvajismo delictivo. Basta con citar los innumerables casos de asaltos a viviendas familiares seguidos de violaciones.
Pero se ha registrado otro tipo de actos que, aunque parezcan menores, exhiben otra cara del salvajismo. Por ejemplo, una institución consagrada al estudio y la difusión de las actividades ferroviarias -la Asociación de Ferrocarriles Prototipos de la República Argentina (Afeprora)- tiene instalada su sede en un vagón estacionado en la terminal Retiro del ex Ferrocarril San Martín. Se trata de la unidad RF 6506, que, hace algunos días, fue arrasada por un grupo de inadaptados que ingresaron en ella tras forzar una ventana. Los ladrones se apropiaron de elementos del bar, de todo el mobiliario de la sala de lectura y de elementos del baño y la cocina. No conformes con robar, forzaron el valioso archivo de planos ferroviarios, reducidos a un informe montaña de papeles estrujados y esparcidos por los pisos. Al parecer, a ciertos malhechores la cultura les provoca el mismo rechazo que la luz del sol les causa a algunas criaturas nocturnas.
Sin dudas, ese episodio podría parecer ínfimo y hasta intrascendente si se lo compara con los hechos que todos los días y de manera infaltable tienen obligada cabida en los medios informativos. Pero restringirse tan sólo a esa consideración superficial ocultaría que, sean cuales fueren su naturaleza y características, la endémica oleada delictiva que padecemos se caracteriza por tener el denominador común de un insólito y atroz salvajismo.
No se trata de un calificativo exagerado. Quienes dan la concreta impresión de regodearse asolando y devastando irreemplazables bienes culturales que han sido puestos al servicio de la comunidad no tienen disculpa alguna ni merecen ser encuadrados de otra manera.
Quiérase o no, cuando llegan a conocimiento público esas palpables demostraciones de inexplicables ensañamientos impactan el ánimo con la misma fuerza con que lo golpean hechos de mayor violencia e índole aún más criminal. Si a ello se le suma la constante reiteración, casi siempre impune, de esos atropellos que indefectiblemente hacen sentir su negativo efecto sobre el ánimo de nuestra sociedad, provocándole una honda sensación de desamparo, se explica por qué han cundido en ella, hasta embargarla por completo, el amedrentamiento y la indefensión. Si las autoridades admitiesen, pues, la existencia de esa cruda realidad, no tendrían que salir a buscar fantasmas donde no los hay y podrían aplicarse por entero a elaborar las metodologías y procedimientos más eficaces para ponerle fin a este auténtico drama social.
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