Siempre vuelvo a terapia
Sentada sobre un banquito rectangular del tamaño de la palma de una mano, con la espalda derecha como si alguien estuviera tirando con un hilo del centro de mi cabeza hacia el techo y los brazos descansando sobre las rodillas. Así puede comenzar un viernes a las 9 de la mañana mi sesión de terapia. O con los pies sobre el pasto, haciendo movimientos de tai-chi, o acostada boca arriba, relajando el cuerpo sobre un piso de madera tibia, guiada por Gaby, mi psicólogo. O tomando mate, o preparando un té. Nunca es igual. Hay días en que voy sola y nos sentamos a charlar en unas sillas frente al jardín o adentro, en el living. Y hay días en que voy con otras personas.
A Gaby lo conocí hace 9 años, después de internar a mi novio en una clínica de rehabilitación y pasar por varios consultorios de psiquiatras y psicólogos de prepaga. Atendía en una casa en Colegiales y adentro había un living espacioso, sin muebles, con un piano negro al fondo y dos cuartos luminosos. Por un año o dos, ya no lo recuerdo, fui sola. Una vez vino mi madre, otro día fui con mi padre. Después empecé a ir en grupo y me gustó. Son tres horas, todos los viernes. Hacemos ejercicios, alguna relajación, nos sentamos en círculo, preparamos mate y, por último, hablamos.
Tratamos de entender de dónde salen ciertas reacciones que se repiten una y otra vez en cada uno de nosotros. Hablamos de la culpa, del temor a la soledad, de sexo, de los sueños, del ego. Hablamos mucho de los sueños y del ego. A veces, leemos: un poema, un cuento, un fragmento del Curso de los Milagros, del Corán. A veces, hay personas que no hablan. A veces, alguien llora. Nunca supe qué tipo de terapia es, creo que tampoco me importa.
A lo de Gaby dejé de ir por un tiempo y volví el año pasado. Cuando nos saludamos, después de casi dos años sin vernos, lo primero que hizo fue preguntarme por mi padre. Me sorprendió. Nunca lo había hecho, mi padre no era un tema muy recurrente en mi terapia. Le conté que había muerto hacía una semana, que por eso estaba ahí. Él me dijo que lo vio en mis ojos. Ese año fui sola. “Pensemos juntos unas frases dirigidas a tu papá”, me propuso, “para curarte, para aceptar”. Me pidió que la repitiese como un mantra, todas las noches antes irme a dormir. Y eso hago. La repito una y otra vez hasta quedarme dormida.
A lo de Gaby no voy hace meses pero sé que voy a volver cuando la furia y la angustia se apoderen de mí. Y eso siempre vuelve.