Sin compromiso ético
La dictadura, por su origen y sentido, llevó a su extremo más execrable la eliminación de la norma. Con el advenimiento de la democracia, confiamos en la oportunidad histórica de recrear la República. Pero, aunque la República renació como proyecto emancipador, hoy ni siquiera necesitamos una dictadura para ser presos de un sistema que se gestó amparado en una nobleza de principios, pero que terminó por prohijar, entre otros vástagos indeseables, los DNU, las listas sábana y las testimoniales, el clientelismo y la burocracia sindical, hermanos de la pobreza estructural, la hambruna del Impenetrable y el dengue, que pega a los más vulnerables.
Atrapados en ciertos códigos que asimilan la ética a la acción política (como si la ética sólo pudiera ser exigida a quienes se han sabido ganar el poder, o incluso a quienes sólo lo detentan), convivimos con una banalización de los valores, convertidos en estrategia de marketing al servicio de intereses partidarios o corporativos, cuando no en beneficio de intereses privados. Y a juzgar por los resultados, estamos sometidos al poder de los peores alumnos de las tantas escuelas de políticas públicas con las que cuenta el país (créase o no, la Argentina se encuentra en quinto lugar entre las naciones con mayor número de institutos, universidades y centros de estudios que elaboran informes sobre política y economía, apenas detrás de los Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y Francia).
Cuando nos volvemos hacia los patrones de conducta, ya no en la esfera pública, sino en la privada, advertimos una absoluta despreocupación sobre las formas de vida moralmente justificables. En lugar de la interrogación en torno del sentido ético que debería orientar las conductas humanas, convivimos con la consagrada y festejada viveza criolla. En el mejor de los casos, bendecida por la "mano de Dios". En el peor -con mucho de bronca, algo de verdad y nada, nada de gloria-, el cotidiano "¿por qué yo, un pobre diablo, voy a hacer lo que debo hacer si los de arriba nos están robando el país?". Lo cierto es que juzgamos el circo de la política, pero pasamos por alto nuestras transgresiones, sólo en apariencia inocentes. Los ejemplos y situaciones son tantas que, tomadas como algo natural, incorporadas en la escena cotidiana, ni siquiera son percibidas como amenaza, en tanto y en cuanto revelan una sociedad que se resiste a acatar las normas de convivencia que son precondiciones de su existencia.
Aun en los sectores más favorecidos, la ética parece ser una dimensión difícil de reconocer e interrogar, a menudo enmascarada en otros campos del saber. Numerosas prácticas se sostienen en cierta neutralidad ética que se ampara en el uso y abuso de una retórica que oculta una asimilación de las categorías éticas a las psicopatológicas. Ya no se habla de un acto injusto, sino de un "acto perverso". Ya no se habla de una persona egoísta, sino de un "neurótico". Y en esa trivialización de los conceptos se obtura toda reflexión ética de las problemáticas en juego. En un reduccionismo que trivializa la disciplina, el discurso psi -obviamente, legítimo y enriquecedor en el encuentro terapéutico o en la producción teórica-, fuera de contexto, produce el efecto de clausurar otros discursos. Toda vez que decimos de alguien "Es un neurótico", no sólo lo descalificamos expeditivamente, sino que lo exoneramos de toda responsabilidad.
De más está decir que éste es el aspecto más inofensivo de una cultura infantilizada, sumida en la instantaneidad e incapaz de anticipar las nefastas consecuencias colectivas de mediano y largo plazo. Porque ese desplazamiento discursivo también alcanza a la sociología, anulando incluso las categorías y figuras delictivas.
Prescindente de la reflexión crítica, ese corrimiento clausura cualquier consideración que tenga en cuenta valores tales como la integridad, la rectitud o la honestidad, sospechosos y hasta políticamente incorrectos. "¿No hemos relegado los odios colectivos a los libros de historia y enviado las maldades individuales a que las vean los psicólogos? -se interroga el filósofo francés André Glucksmann en El discurso del odio -. Todo se explica, se comprende, se excusa. El pedófilo es víctima de una infancia desgraciada; el asesino de ancianas arguye una perentoria necesidad de dinero; los violadores de barriada son hijos de la desocupación". Ya no se es un "chorro": se es un psicópata social.
En este escenario desalentador, una de las tantas deudas pendientes es la construcción de un país sustentado en bases éticas, entendiendo que, en una democracia en serio, la construcción de una ética social y personal nos compromete a todos. Pues, aunque solemos sentirnos como una barca a la deriva, somos, en verdad, el oleaje del mar.
Cuanto mayor sea la degradación de la escena política, mayor es nuestra responsabilidad frente a nuestros semejantes y frente a nosotros mismos. Por el momento, duele reconocer las palabras del poeta Charles Bukowski: "Se empieza a salvar el mundo salvando a un hombre por vez; todo lo demás es romanticismo grandioso o política". ©LA NACION