Sin educación no hay democracia
Los acontecimientos históricos determinantes se caracterizan por grandes quiebres y por fisuras imperceptibles. Los primeros resaltan patentes de una vez y dan lugar a reordenamientos razonables. No así las fisuras; ésas son las que se extienden sigilosamente, con consecuencias imprevisibles, creando regiones de la historia basadas en la lógica del absurdo. En su máxima expresión, las fisuras desafían el orden establecido, concentrando sus cuestionamientos en el principio de legitimidad vigente en una época, aquel que justifica por qué unos mandan y otros obedecen.
Desde la Revolución Francesa hasta hoy, el principio de legitimidad que nos rige es el de la mayoría: tan simple pero tan complejo como que la soberanía reside en el pueblo (y ya no en el rey, por delegación divina); por un contrato de asociación, los súbditos consentimos delegar el poder en los gobernantes, para que dirijan nuestros destinos. Pasamos de la creencia en el principio hereditario a la creencia en el principio de la mayoría, con sus virtudes y defectos, tan evidentes como la elección de Barrabás y la de inefables dictadores de ayer, hoy y siempre.
Puesta en perspectiva, la crisis de 2008 reveló grandes quiebres que se reordenaron en un plazo relativamente breve, especialmente en la economía. Lo que estamos viendo hoy desde el Brexit hasta la elección de Trump son las fisuras de aquella crisis, que duramente cuestionan el principio de legitimidad vigente: en un mundo en el que predomina lo virtual, que facilita y promueve el acceso a la información y la opinión, aquél luce anacrónico, superado e incapaz de dar respuestas al desamparo y la ansiedad que provocan problemas con velocidad de vértigo.
Esto que está en pleno desarrollo nos pega de lleno a los argentinos, que, para peor de males, acumulamos las fisuras todavía irresueltas de nuestra crisis de 2001. Imposible pretender dar en este punto una respuesta que implique un cambio de orden, de esos que plantean una grotesca alternativa entre un modelo viejo y una revolución imposible. Algunos apresurados proponen una salida a través de una democracia cada vez más plebiscitaria, que ponga todos los temas de importancia en permanente discusión, en una suerte de asamblea constante. Idea atractiva, aunque superficial y peligrosa.
Debiéramos empezar por reconsiderar al menos tres de las recomendaciones de Rousseau para que la representación funcione, de modo que no se produzca una brecha entre mandantes y mandatarios: estricta observancia de la no reelección, publicidad de los actos y rendición de cuentas. Seguir con adaptaciones originales e inteligentes de problemas que nos acucian; así, acercar la gestión a la gente, profundizando el federalismo y hasta achicando jurisdicciones pantagruélicas, como la provincia de Buenos Aires. O establecer la obligación de que los candidatos presidenciales informen en sus campañas quiénes van a ser sus ministros: a fin de cuentas, no son elegidos, aunque su influencia en nuestra vida diaria es crucial.
Sobre todo, deberíamos tomar en cuenta la mayor recomendación del ginebrino, también obsesión de Sarmiento: sin educación no hay democracia posible. Educación que asegure que todos tenemos interés en participar, de manera informada, para formar una voluntad general verdadera (no con los bajos porcentajes de participación actuales). Imposible saber qué nos depara el mundo. Pero con educación podemos hacernos dueños de nuestros acontecimientos.
Abogado