Sin límites en las protestas callejeras
La reciente foto publicada en este diario que mostraba la construcción de una suerte de carpa de cemento en plena Plaza de Mayo por parte de quienes reclaman estatus de veteranos de Malvinas (pese a no haber desembarcado nunca en las islas) bien puede tomarse como una postal del grado de confusión que alentó el actual gobierno entre lo que deberían ser legítimas formas de protesta y actos cercanos al vandalismo.
Esta perniciosa confusión, claro está, es independiente de la posible justicia del reclamo de que se trate, pues lo que las autoridades deberían entender es que aun las causas más legítimas están sujetas a la reglamentación del poder público en cuanto a modo, tiempo y lugar en que cada protesta habrá de materializarse.
Para ilustrar este punto, recuérdense las multitudinarias protestas en Washington contra la guerra en Vietnam, a cargo de manifestantes que colmaban los espacios verdes cercanos a la Casa Blanca a comienzos de los años 70. Estas imágenes, llevadas luego al cine en la memorable película Hair, claramente no exhibían construcciones de ladrillos en espacios públicos, pues habría bastado con el primer intento de edificación de una vivienda en tales lugares para que esta forma de protesta recibiese una inmediata prohibición. Y ninguna doctrina legal imperante en los Estados Unidos, por más permisiva que sea a favor de las distintas manifestaciones que puede asumir la libertad de expresión, habría llegado jamás al extremo de considerar a esa conducta como comprendida dentro de las protecciones de la Primera Enmienda.
Nuestros actuales gobernantes son enteramente responsables de no haber sabido fijar los límites adecuados para que las formas de protesta sean lo que deben ser: un canal legítimo para expresar descontento respecto de ciertas políticas públicas, pero que no avance más de lo necesario sobre los derechos básicos de otras personas que, bueno es recordar, sostienen con el pago de sus impuestos la existencia misma y el mantenimiento de los espacios de uso colectivo.
El problema central es que, de tanta inacción, permisividad y falta de criterio de las autoridades, se ha llegado al extremo de que la sociedad sienta que todo vale y que las reglas nada significan. Sólo así se explican las protestas que ayer provocaron un colapso de tránsito en el centro porteño, en la zona del Obelisco.
Lo peor es que parece haber ganado espacio la sensación de que los gobernantes no sólo alientan el desconocimiento a las normas sino que son los primeros que lo protagonizan. Como tantas otras veces, acertaba Sarmiento cuando hablaba de la necesidad de "educar al soberano". Pero debe concederse que esa educación se vuelve mucho más difícil cuando son los gobernantes mismos quienes, desde su desidia o falta de visión republicana, transmiten a ese mismo soberano al que debería educarse el mensaje de que todo se puede.
Abogado constitucionalista