Las palabras pendientes de la política
Parece razonable que al abuso de discursos y al déficit de eficacia se quiera oponer un gobierno de las cosas, pero en algún momento las nuevas autoridades tendrán que explicar en qué idea de país y de sociedad se inspiran las decisiones que toman
NUEVA YORK.- Desde hace algún tiempo, y más especialmente desde que el nuevo gobierno asumió la jefatura del Estado, muchos comentaristas han afirmado que los nuevos tiempos exigen menos "política" y más "gestión", menos declaraciones y discursos y más capacidades puestas al servicio, como se dice ahora, de "la solución de los problemas de la gente".
Es comprensible ese reclamo, al cabo de 12 años en los que el Estado fue concebido principalmente como el escenario en el que se desarrollaba una obra cuyo improvisado y oportunista texto daba cuenta de una trama que poco tenía que ver con lo que en la realidad ocurría en el país. El público, una parte del público, no sólo se fatigó del reiterativo monólogo pronunciado en escena, sino que lentamente fue comprobando que cada uno de los términos del pretencioso título de aquella obra -"Modelo de acumulación de matriz productiva diversificada con inclusión social"- contradecía las evidencias empíricas proporcionadas por la realidad. En efecto, con una economía cada vez más primarizada se correspondían altísimos niveles de pobreza y exclusión social y una nula capacidad de acumulación, ya que la gestión kirchnerista consistió principalmente en consumir activos o, dicho de otro modo, en practicar un "modelo de des-acumulación".
Que al abuso de palabras y al déficit de eficacia se quiera oponer un gobierno de las cosas parece razonable. Pero, interpretada bajo la mejor luz que se puede proyectar sobre ella, es una pretensión ingenua: sea lo que sea que se haga, ello será resultado de decisiones políticas que establecen prioridades y asignan recursos.
Hay, es cierto, una política de las pequeñas cosas, de las decisiones cotidianas, menores, que deberían resultar de un saber casi burocrático, capaz de resolver algún tipo de problemas. Un saber del que también se ha desposeído al Estado argentino, que es hoy incapaz de ocuparse incluso de aquello que no requeriría ninguna intermediación discursiva: la calefacción de una escuela, la provisión de insumos en un hospital, el funcionamiento de un semáforo, el abastecimiento de energía, la buena conservación del pavimento, la elaboración confiable de estadísticas públicas.
Pero hay, también, una política de los grandes nombres, de las palabras que organizan la vida de la sociedad; no sólo la vida simbólica, también la material. Podría decirse, para utilizar la distinción que hizo clásica Isaiah Berlin tomando un fragmento de Arquíloco, que una es la política del zorro y la otra es la política del erizo. El zorro, dice Berlin, "persigue muchos fines, a menudo no relacionados y aun contradictorios, conectados, si acaso, de algún modo de facto, por alguna causa psicológica o fisiológica, no vinculados por algún principio moral o estético". Los erizos, por su parte, lo relacionan "todo a una sola visión central, un sistema más o menos coherente o expresado, de acuerdo con el cual comprenden, piensan y sienten". El zorro, dice el fragmento de Arquíloco, "sabe muchas cosas; el erizo sabe una, pero grande".
Si la "gestión" es como el zorro -hace muchas cosas sin guiarse por un principio moral-, la "política" es como el erizo. El erizo, en nuestro país y, más generalmente, en nuestro tiempo, tiene mala prensa: se lo asocia con los grandes relatos que durante buena parte del pasado siglo provocaron algunos de los regímenes más ominosos de que la humanidad tenga memoria. La "mala prensa" no es, sin embargo, un buen argumento, o en todo caso no es un argumento lo suficientemente contundente como para tirar, junto con el agua sucia de la mala política, los buenos conceptos de la vida pública.
La diferencia entre la política del zorro y la política del erizo consiste en que aquél sólo actúa cuando puede medir el resultado de sus acciones en términos de los beneficios que éstas otorgan a alguno o algunos de los miembros de la comunidad. Así comprendido, el zorro es un utilitarista (o un consecuencialista), y en el mejor de los casos su idea del valor de una acción será resultado de la cantidad de personas que son beneficiadas por ella. Pero el zorro no se formula algunas preguntas acerca del bienestar si la respuesta a esas preguntas es de carácter abstracto. Ésas son preguntas que se formula el erizo y que tienen que ver con la libertad, la igualdad y la democracia, es decir, con la dignidad y la autonomía de los individuos, y cuyas respuestas no necesariamente se pueden traducir en un sistema de medición de resultados (como se hace con el resultado de las acciones), sino en relación con determinados valores.
Sin embargo, son finalmente los valores en los que creemos los que orientan nuestras decisiones y ponen en marcha nuestros actos. Comenzando por la decisión respecto de dónde obtener los recursos (a quiénes se les cobran impuestos) y cómo se aplican esos recursos, la conducta de los zorros está finalmente determinada por las preguntas de los erizos. Qué entendemos por beneficio, cómo medimos unos beneficios y desatendemos otros, qué ideas tenemos acerca de lo que es bueno y debe hacerse y de lo que no es bueno y debe soslayarse son, en definitiva, creencias que resultan de las discusiones de los erizos sobre las grandes palabras de la política. Es por ello que se trata de un error pensar que las preguntas que se formula el erizo son retóricas, en el sentido de que lo que digamos respecto de aquellas cuestiones -la igualdad, la libertad y la democracia- no afectará nuestras vidas reales en el mundo real.
Resulta evidente que el gobierno actual necesita reconstruir las capacidades fundamentales de gestión del Estado. Pero, aunque la correcta gestión de lo público es la condición de existencia de la buena política, la política, buena o mala, no puede existir fuera del lenguaje, que es lo que finalmente permite la formación de decisiones colectivas. Un lenguaje que debería servirnos para conocer nuestras ideas a propósito de las cuestiones verdaderamente importantes de la vida en común, que son cuestiones fundamentalmente éticas. El Estado, ciertamente, no debe imponer una visión del mundo a los ciudadanos. Pero el Gobierno, juntamente con la sociedad, no puede soslayar los debates imprescindibles: qué idea de justicia tenemos, qué tipo de bienes públicos deberán producirse para acercarnos al cumplimiento de ese ideal de sociedad justa, cómo habrán de distribuirse esos bienes son temas de las conversaciones que es necesario mantener y de las cuales el Gobierno no puede estar ausente.
Sí, el Gobierno debe ocuparse, como el zorro, de las pequeñas cosas. Pero, como el erizo, debe pensar también las grandes. La desigualdad es un problema de distribución y la distribución "es la consecuencia -como escribe Ronald Dworkin- de la ley y las políticas oficiales: las distribuciones políticamente neutrales no existen".
Es cierto: el Gobierno está todavía instalándose en el poder. Quizás, el próximo primero de marzo, al inaugurar las sesiones ordinarias del Congreso, el Presidente, ante los representantes del pueblo, decida también hablar con las palabras del erizo, que son las grandes palabras de la política. Aquellas que permitan comprender cuáles son las ideas que tiene sobre la sociedad, para poder leer entonces, bajo esa clave, el sentido de las drásticas decisiones de estos primeros meses. No debería tener temor de utilizar esas palabras, porque de ellas también depende que cada una de las personas que habitan en nuestro país pueda pensar en hacer de su vida algo valioso y pueda tener los recursos materiales y simbólicos para cumplirlo.