Sobran palabras, faltan políticas
La política exterior de un Estado funciona a partir de un repertorio más o menos establecido de acciones posibles, deseables o esperadas. Los abogados se preguntan por la jurisprudencia; los sociólogos, por los hábitos; los politólogos, por las prácticas burocráticas y los economistas, por los equilibrios. Son formas distintas, aunque complementarias, de abordar el comportamiento estatal.
En América Latina, el repertorio de comportamientos diplomáticos se construyó fundamentalmente a partir del discurso jurídico. Lo interesante de la región es que no sólo se dedicó a consumir normas escritas en otra parte, sino que también supo construir sus propias normas, reglas y mecanismos de acción colectiva
Pero no todo lo que brilla es oro. Las crisis políticas en Brasil y en Venezuela hacen más evidente que la región no tiene un instrumental normativo para abordarlas. Quien sabe esto muy bien es la propia Dilma Rousseff, que no fue al Mercosur ni a la Unasur ni a la Celac a plantear su caso. Decidió ir a las Naciones Unidas a contarle al mundo acerca de un golpe en marcha.
¿Acaso no nos sobran foros y normas y cartas democráticas para invocar? Exacto. Sobran. El repertorio latinoamericano tiene dos memorias, una larga y otra más corta, ninguna de mucha utilidad. La memoria larga es la norma de no intervención. Nos dice que lo que pasa en casa queda en casa y los de afuera son de palo. Fue pensada para evitar la intervención de potencias extranjeras, pero suele ser invocada entre vecinos cuando nos conviene. La segunda memoria, de más corta duración, es la norma de protección de la democracia. Se acordó en la Carta de la OEA, pero luego se hizo explícita en 1991 y más tarde en 2001. La pieza central de esta norma es la Carta Democrática Interamericana. Pero tiene normas paralelas menores, como el Protocolo del Mercosur o de la Unasur sobre defensa de la democracia.
Estos instrumentos trazaron una línea roja: la democracia no se toca. Pero la trazaron mirando el espejo retrovisor, esto es, a partir de la experiencia de golpes cívico-militares. Hoy, al parecer, nadie quiere cruzar esa línea roja. Basta hacer funcionar canales jurídicos en contextos de crisis para que los gobiernos comiencen a temblar.
¿A quién darle la razón desde afuera? Ante tanta complejidad, los Estados terminan errando por el lado de la omisión y la prudencia y no por el lado de la acción desmedida. Esto nos deja en el peor de los mundos, a mitad de camino entre la no intervención y la defensa de la democracia. Pero seamos optimistas. El progreso consiste en resolver problemas viejos y plantear nuevos.