Sobre una forma de hacer política
Una explicación interesante sobre el fenómeno de los Chalecos Amarillos en Francia indicaba que una parte de la culpa residía en la forma de hacer política de Emmanuel Macron. Un presidente y un equipo que no tenían contacto directo con la realidad, confiados en el poder de las redes sociales, no tomaron nunca conciencia de que muchas de las medidas que habían adoptado eran muy impopulares. El malestar de la gente fue entonces creciendo hasta que un día, como siempre pasa, muchos salieron a la calle a protestar.
La fe de Macron en el Big Data y las redes sociales le costó una crisis de la que aún no se recupera, generada por un malestar social que fue claramente percibido desde un primer momento por los sindicatos y las fuerzas políticas tradicionales, pero que no fue escuchado ni por su partido, de reciente creación, ni por las encuestas de opinión. "Macron no gobierna para los ricos, gobierna para los muy ricos", había dicho, pocas semanas antes, su antecesor François Hollande.
La diferencia entre las percepciones del Gobierno y el humor social fue un dato evidente también en las últimas elecciones primarias en la Argentina. Las propias caras de los dirigentes oficialistas en su búnker daban a entender que no habían sido alertados, que no creían posible una derrota semejante. Y, en el mismo sentido, varios funcionarios del Gobierno confesaron que jamás se imaginaron que podían perder por más de 3 o 4 puntos.
Si la política, en palabras de Fernando Henrique Cardoso, es una actividad docente –explicar, explicar y explicar–, agregaría que un buen docente es aquel que explica muy bien y que, además, escucha a sus alumnos. El poder es muy seductor, pero desvincula al político de la realidad: auto con chofer, aplausos dondequiera que vayas y, en los restaurantes, tomar el mejor vino y no pagar la cuenta. Por eso es importante descreer de ese mundo como verdadero y buscar conocer lo que pasa en la vida real con la gente real.
En ese sentido, el poder amplificador de las redes sociales –la campaña oficialista fue principalmente en Facebook y WhatsApp– y la potencia predictiva del Big Data chocaron de lleno con un humor social contrario que se percibía en la calle. Abandonando el núcleo duro macrista -dispuesto a aceptar empobrecerse económicamente a cambio de la promesa de un futuro mejor-, los comentarios de estudiantes, comerciantes, empleados, pequeños empresarios y trabajadores dejaban entrever, desde hace ya un año, un gran enojo: en particular con el Gobierno y, en general, con toda la dirigencia política.
De ambos enojos, el que la sociedad manifiesta contra la dirigencia política debería ser el que más atención reciba, porque de ahí surgen los candidatos antisistema: la sorprendente elección de Gómez Centurión es un aviso en ese sentido. Y el enojo específico contra el Gobierno, que sí pareció haber sido percibido por sus socios radicales, más experimentados en la campaña tradicional, no motivó ningún cambio trascendental de política antes de la elección y no fue ni siquiera cuantificado para predecir la derrota.
Conviene, entonces, en esta era del Big Data y las redes sociales, reivindicar a la política como la práctica de escuchar al otro. No sólo en "reuniones de vecinos" —sin duda una propuesta positiva, pero a la que asiste una minoría— sino en especial en cada día.
Parece una visión anticuada, quizás romántica, pero hoy es tan necesaria como en el pasado. Y, en ese sentido, el político también debe tener muy presente la diferencia entre escuchar, que es prestar atención a lo que el otro dice, y oír, que es solo percibir sonidos.
Emmanuel Macron parece haberlo entendido. Para salir de la crisis de los Chalecos Amarillos convocó a un "gran debate nacional" en todos los municipios para que la gente se exprese. Mauricio Macri, con sus anuncios económicos a setenta y dos horas de las PASO, parece haber acusado recibo de que la revolución tecnológica ayuda a hacer campañas electorales pero es insuficiente como única herramienta.
Quien supo comprender la necesidad política de palpitar de cerca la opinión popular, en una época distante al desarrollo tecnológico de nuestros días, fue un presidente francés muy anterior a Macron, que permaneció catorce años en el poder.
Según uno de sus biógrafos, durante su largo mandato François Mitterand caminaba cada miércoles a un bar a pocas cuadras de su despacho para almorzar. Cuando le preguntaron por qué lo hacía, su respuesta fue rotunda: "Quiero ver si me gritan y, cuando me gritan, qué me gritan".
Marcos R. Roca