Sobrevivir en la crisis
Las crisis conforman en la Argentina una secuencia implacable. Hay generaciones para las cuales la normalidad es apenas un intervalo. Lo peor de este proceso de destrucción de nuestros vínculos sociales estriba en el hecho de que la crisis, más que un momento excepcional en la marcha del país, impone el sello histórico de la larga duración. Esta es la originalidad y la condena de las crisis argentinas.
La incapacidad de generar una economía digna, cuyo desarrollo haga más humanas las relaciones entre los argentinos, se ha instalado como un dato inamovible. El 8 de julio de 1989, el mismo día en que Carlos Menem asumió anticipadamente la presidencia en medio del caos hiperinflacionario, se me ocurrió sugerir en esta página de LA NACION la idea de radicar en la Argentina una constitución económica basada en la confianza, en la seguridad de la moneda y del ahorro, y en la conciencia de la ciudadanía fiscal.
Cuántas palabras perdidas: han transcurrido doce años y en estas vísperas de Navidad regresamos al punto de partida. ¿Estamos como entonces? No padecemos, por cierto, el flagelo de la inflación y el país está mucho mejor equipado en materia de la infraestructura de servicios, pero sobrevivimos incrustados en un edificio fiscal que se derrumba. Después de una década de régimen de convertibilidad no contamos aún con la legitimidad perdurable de un sistema rentístico, como lo llamó Alberdi, concebido para la Nación entera.
Parece ignorarse, en efecto, que la legitimidad de las democracias modernas es un genio de dos cabezas: sin constitución económica, la vigencia de la constitución política (lo hemos comprobado en los comicios de octubre) oscila en la impotencia. Y a la inversa: sin constitución política –sin la decisión consensuada de un sistema representativo empeñado en defender el orden de las finanzas públicas– la constitución económica es una entidad inconsistente.
¿Consenso para qué?
Debido al sentimiento que provocan estas carencias, los dirigentes políticos, económicos, sindicales y morales no cesan de proclamar la necesidad de un acuerdo, pacto o concertación capaz de sacarnos del pantano. Convengamos en que ese acuerdo estará condenado al fracaso si en lugar del espíritu de partido de que hablaba Burke (una actitud abierta desde lo particular a la inteligencia de las soluciones generales) terminase prevaleciendo un cerril espíritu de facción.
La pregunta es pues inevitable: ¿el consenso para qué? Cuesta trabajo encontrar una respuesta cuando el país está envuelto en la confusión de los comportamientos y de las lenguas. En una materia sensible al extremo, porque toca el bolsillo de millones de argentinos, no se sabe bien qué se quiere. En ese contexto y frente a los errores de la conducción económica, cada facción de expertos aporta su receta en torno a la dolarización o devaluación de nuestra moneda, y cada facción política expresa diariamente una retórica abstracta en torno al colapso del modelo. Mientras tanto, el pueblo “está solo y espera”.
En este escenario son necesarias las autoridades de mediación capaces de reducir aquel incoherente conjunto de propuestas a una línea firme de acción. No hay mediación reconocida en los más altos niveles del Estado, ni tampoco en el nivel más bajo, correspondiente a los partidos políticos. De resultas de esto se buscan mediaciones corporativas poco conducentes entre grupos sociales organizados. La experiencia histórica de las democracias enseña que el consenso es imposible si los partidos no realizan esa imprescindible función de mediación y articulación de intereses.
Constitución económica
Los partidos no pueden actuar respondiendo solamente al interés de sus séquitos. Deben volcar su mirada sobre la agonía de amplios sectores de nuestra sociedad civil y legislar de consuno frente a los retos inmediatos. Este objetivo se condensa en estos días en el debate y la aprobación del presupuesto del año entrante. Si este deseable encauzamiento no llegase a plasmarse en acciones efectivas, es probable que la propia dinámica de la crisis concluya imponiendo una salida brutal: la dolarización por fuerza, la devaluación por necesidad o una precipitada combinación de las dos.
¿Será factible en la Argentina echar los cimientos de una constitución económica? Nada parece más imprescindible y nada resulta menos probable a la luz de la experiencia de los últimos treinta años. La Argentina levantó el velamen de la democracia, pero no supo recuperar el temple de la economía debido al empecinamiento de no atender, con la responsabilidad que merecen, a las restricciones republicanas de la vida en sociedad. El fatal endeudamiento, partero inmediato de esta crisis, es producto de esta ineptitud para comprender el papel positivo de los límites en una república democrática.
Por este motivo dilapidamos poder en un Estado amorfo, con ciudadanos que hacen caso omiso del sentimiento de la obligación política, y no acumulamos esa legítima fuerza colectiva en las instituciones monetarias y fiscales. El cuadro, ya lo hemos dicho, es desalentador. Pero el desaliento puede ser una forma de practicar una filosofía del pesimismo, o bien una oportunidad para reconstruir un consenso con propósitos claros. Si desde la Presidencia y el Congreso el sistema representativo no lo hace, el vendaval de la impugnación seguirá demoliendo las posiciones adquiridas.