Suárez, en el nombre del hijo
Hacía doce años que Adolfo Suárez, el primer presidente de la democracia española, el êcono de la glorificada transición -siempre tan mentada y tan mal copiada por los nuestros- no aparecía en política.
Ni siquiera los millones de dólares que dos editoriales -una alemana y otra local- le ofrecieron por su biografía pudieron sacarlo del ostracismo en que se recluyó tras su fracaso de 1991, en que perdió dos tercios de sus votantes. Nos dicen que por su historia de vida le ofrecieron lo mismo que a Hillary Clinton, que dijo que sí y que la publicará dentro de poco.
Pero Suárez es un hombre de convicciones. "Cuando un resultado es adverso, la responsabilidad del presidente del partido es dimitir", dijo. Eso hizo. Y se fue para asumir el fracaso y desaparecer por completo tras haber liderado con éxito el paso más difícil de la reciente historia española. Había obtenido el 3,8% de los sufragios y eso fue, para él, un mensaje claro. Lo suyo fue casi el doble del 2% que logró la Unión Cívica Radical hace un par de semanas. Pero, que sepamos, en nuestro país no hubo renuncias, sino felicitaciones.
Sólo una cosa rescató a Suárez del ostracismo y sólo por una noche, hace muy poco: su hijo, Adolfito, el torero -porque se las da de torero-, abocado al improbable sueño de ser elegido presidente de la comunidad de Castilla La Mancha. Llevado por el cariño de padre, Suárez "apadrinó" a su hijo en un acto proselitista. Apostaba, también, por el futuro; el mismo al que abrió paso al hacerse a un costado. Quizá por eso la gente coreó un agradecido: "¡Que viva el padre!", durante todo el acto. Adolfito, el primero. ¿Cuándo aprenderán los nuestros?