Sugerencias para dos presidentes
Por Remo F. Entelman Para LA NACION
Desde que el problema de las papeleras de Fray Bentos comenzó a tomar estado público fue objeto de análisis en los espacios de estudios especializados, que no divulgan sus resultados. Sin embargo, el 4 de octubre de 2005, tuve ocasión de emitir públicamente mi opinión, en el marco del convenio de asistencia tecnológica de la UBA con la Provincia de Entre Ríos y el Colegio de Abogados de Gualeguaychú. Sostuve entonces que era un error pensar en modos o en métodos de resolver un conflicto, cuando todavía no existían análisis que permitieran identificar a los actores ni conocer sus objetivos, al menos respecto de la Argentina. Nuestro gobierno no aparecía involucrado en la controversia. El gobernador de Entre Ríos, como tal y a título personal, anunciaba su intención de recurrir a organismos internacionales. La comunidad ecológica de Gualeguaychú se disponía a concientizar a las sociedades de ambos países sobre riesgos y amenazas que, desde su posición geográfica y turística, percibía con mayor intensidad que los demás. Desde entonces, la carencia de los análisis indispensables previstos por las disciplinas de los conflictos fue una constante.
Encuentro ahora oportuno formular algunas reflexiones que ayuden a la opinión pública a comprender el fenómeno ante el que se encuentra y a sus gobernantes a encararlo desde un nivel de racionalidad distinto del que guía la acción política. No es éste el momento ni el lugar para expresar críticas, lo cual no convalida los errores cometidos en el manejo del problema de las papeleras. La búsqueda de la ruta de la racionalidad que esta nota intenta se refiere a la conceptuación de los hechos en el marco de los conocimientos teóricos y de tecnologías específicas sobre la prevención, el análisis, la gestión y resolución de conflictos.
Hoy, con actores mejor identificados, enfrentamos el hecho de que nuestro país ha recurrido al método judicial para resolver la cuestión. Así, un tercero deberá definir quién gana y quién pierde en la controversia, con total indiferencia por los efectos que ese recurso tiene en las fraternas relaciones de los actores. Pienso que, enunciando algunos principios con claridad, tanto los gobernantes como los miembros de ambas sociedades estatales podrán enmarcar el tratamiento del tema en parámetros racionales que posibiliten una rápida gama de soluciones no demasiado compleja.
A partir del discurso de nuestro presidente, el 2 de marzo, en el Congreso, el Poder Ejecutivo asumió la representación del actor colectivo República Argentina. Lo propio hizo, desde el principio, el presidente Tabaré Vázquez con relación al actor colectivo Uruguay. Los grupos de ecologistas, hoy ampliados, constituyen lo que se denomina un actor fragmentado del actor colectivo. Volveré sobre sus consecuencias actuales.
He procurado utilizar expresiones como problema, controversia o entredicho en lugar del término técnico conflicto. Es importante que quienes operan esta cuestión a ambas márgenes del río Uruguay tengan claro que hoy no es dudoso que un conflicto es una forma o momento de la relación social en que los miembros de la misma pugnan por objetivos incompatibles o que perciben como tales. Así ocurre tanto entre Estados como entre individuos.
Todavía no está claro, para la precaria información que poseemos, si existe entre nuestros países un choque de objetivos incompatibles. Desde aquel discurso presidencial, nuestro país ha reiterado que desea ver las plantas construidas a condición de que respeten las pautas universales de protección ambiental medida por su impacto acumulado, conforme a las normas, los estándares y las opiniones de los expertos. Ninguna autoridad uruguaya ha sostenido que pretende instalar y explotar plantas contaminantes. Por el contrario, muchas voces autorizadas de sus poderes políticos reiteran su objetivo esencial de proteger el medio ambiente uruguayo y argentino.
También es cierto que hay señales uruguayas recientes que permiten poner en duda la complacencia con que ese país está dispuesto a aceptar un nuevo informe técnico de impacto acumulativo, más abarcativo y más profundo. A pesar de que la Argentina ha tomado la decisión de resolver el entredicho por el modo de imposición sobre la voluntad del oponente, mediante el método de adjudicación de la controversia a un tribunal internacional, debe decirse que las partes no han elaborado en conjunto los análisis suficientes de sus pretensiones y de las pautas técnicas, para que hoy pueda afirmarse que tienen objetivos incompatibles. En la frustrada segunda cumbre del 5 de abril último, debió firmarse un acuerdo para la realización conjunta de un estudio de impacto ambiental acumulativo. La Argentina piensa que el Tribunal de La Haya podrá ordenarlo. Y espera que entretanto suspenda preventivamente las obras en construcción. Esta expectativa no parece realista. Ningún juez internacional o estatal decreta medidas precautorias para evitar daños inminentes e irreparables, sin que se le acrediten tales extremos y el modo de evitarlos. En el caso de las papeleras es el informe técnico que ambos países pudieron obtener por sus propios medios.
Ahora, los organismos de crédito internacional han expuesto claramente su exigencia de profundizar estudios. De hecho, el 9 de mayo último, la Corporación Financiera Internacional anunció un plan de acción para definir la financiación internacional de las obras, que está acordado, según la noticia periodística, con las dos empresas –Botnia y ENCE– y que incluye un profundo y amplio informe. De hecho, los organismos de crédito hicieron lo que sus gobiernos “no supieron, no pudieron o no quisieron hacer”.
Para la Teoría del Conflicto, la demanda es prematura y, al no agotar el diálogo y la negociación entre las partes, lesiona fuertemente el vínculo existente entre los actores.
Si los presidentes de ambos países, en un gesto conjunto de humildad política, salen del laberinto que construyeron y comienzan a trabajar cooperativamente, podrán en un plazo relativamente breve definir claramente sus pretensiones. Sólo entonces estaremos en condiciones de decidir si existen antagonismos entre tales pretensiones que justifiquen hablar de un conflicto. Puede haberlos, desde luego, y de muy distinta importancia.
Uruguay podría, teóricamente, insistir en mantener el proyecto, a pesar del consejo de los expertos. Si ése fuera el objetivo uruguayo, habría un conflicto claramente definido entre ambos países y difícil de resolver por métodos pacíficos. Pero sólo entonces. Y es más fácil, en cambio, imaginar que ambos coincidan en la pretensión de que Uruguay obtenga de las empresas involucradas las correcciones que los dos ribereños consideran indispensables.
Es probable que las empresas aleguen que sus inversiones fueron contratadas en volumen y rentabilidad y que pretendan entonces de Uruguay compensaciones económicas. Ese sería un conflicto entre Uruguay y las empresas, ya que sus derechos y obligaciones están reglados de modo contractual dentro del marco de una legislación específica sobre garantía de las inversiones. La verdad es que, como el ajuste a los requerimientos del informe a producirse aparece como una condición para el financiamiento público internacional de los proyectos, de hecho esa circunstancia actuará eficientemente como para influir en las decisiones de las empresas y del Estado uruguayo con respecto a los costos de las modificaciones.
Pero lo notable es que, en un tal escenario supuesto, la teoría del pensamiento triádico como recurso generador de poder en los conflictos permite pensar en una tríada Uruguay-Argentina-empresas. Y nótese cómo argentinos y uruguayos dejarían de ser los adversarios que hoy nos presentan los discursos oficiales, para ser, nada menos, que aliados frente a las empresas.
Queda por enunciar el futuro del actor Gualeguaychú.
Aunque disiento con sus métodos, su función de concientizar a ambos gobiernos y a ambas sociedades se cumplió. Pero está agotada. Si persiste luego en imponer su objetivo de que no haya plantas, frente al objetivo del país de que las haya, pero no contaminantes, deberá afrontar el ejercicio del monopolio de la fuerza estatal que evite la violencia tribal en su territorio.
Lo que necesita el problema de las papeleras no es todavía jueces o negociadores, sino gerentes de la solución de problemas. Ambos países aplaudirán a los presidentes o a sus colaboradores que asuman ese rol. Y será mejor que lo adopten primero los colaboradores, dejando a los presidentes las soluciones finales y su anuncio.