Editorial I. Tarjetas de crédito: que haya veto
EN medio de fuertes presiones -a menudo contrapuestas- de los diferentes sectores que intervienen en el negocio, el Poder Ejecutivo nacional debe decidir, en pocas horas más, si veta o promulga la ley regulatoria del sistema de tarjetas de crédito que días atrás votó el Senado como respuesta a notorios cuestionamientos acerca de los altos costos que conlleva el uso de este difundido instrumento de pago.
La ley sancionada por el Congreso, en efecto, recoge inquietudes que alcanzan el rango de una verdadera preocupación social, y procura reducir el costo que la utilización del denominado dinero plástico tiene para los usuarios y para el comercio adherido. Pero como con toda regulación económica voluntarista y desligada de la realidad, se corre el riesgo -si no es vetada y adquiere eficacia jurídica- de provocar distorsiones indeseables y causar a los sectores que se busca proteger males tanto o más graves que los que se trata de resolver. No cabe duda de que los costos vigentes en el sistema de tarjetas de crédito de nuestro país son exorbitantemente elevados, sobre todo si se los mide en términos internacionales; ni tampoco de la conveniencia -para todos los sectores involucrados, no sólo para algunos- de reducirlos sustancialmente apuntando a una generalización de su uso que permita reemplazar con ventajas ostensibles el uso del papel moneda en la mayor parte de las transacciones económicas. Pero ese alto costo no responde al capricho de los bancos emisores de tarjetas ni al arbitrio de las empresas administradoras del sistema sino, fundamentalmente, a las deficiencias estructurales que siguen gravitando sobre todo el mercado financiero argentino, y que se manifiestan, entre otras cosas, en índices altos de morosidad, pequeña escala de las operaciones y oferta atomizada de los servicios, factores que impulsan decisivamente hacia arriba los costos financieros y operativos.
Al disponer un tope para la tasa de interés sobre los saldos impagos de los usuarios y limitar las comisiones percibidas del comercio adherido -un claro retorno a la política de precios máximos-, la ley ataca directamente a los efectos sin reparar en absoluto en las causas. Ni siquiera se ha tomado en cuenta la propuesta de asignar a las liquidaciones que los bancos remiten a los usuarios de tarjetas el carácter de título ejecutivo que permitiría acelerar la cobranza y reducir la onerosa morosidad del sistema, tal como a lo largo del tratamiento parlamentario se requirió a las cámaras del Congreso.
De tal modo, es previsible que la aplicación de la ley habrá de generar distorsiones y exclusiones en el mercado, que derivarían en el encarecimiento de la renovación de las tarjetas y de la emisión de los resúmenes mensuales, un aumento en los cargos punitorios, la exigencia de mayor solvencia y respaldo patrimonial que dejaría fuera del sistema a un numeroso sector de usuarios, requisitos que vincularían la utilización de tarjetas de crédito con otros servicios con costos adicionales, la reducción de los límites de financiamiento, la demanda a los comercios de un cierto caudal de operaciones para mantener su adhesión al sistema -también expulsaría a un importante número de minoristas-, o la extensión de los plazos de pago al comercio. Estas son algunas de las compensaciones con que la banca podría intentar algún resarcimiento de los quebrantos que la ley le infligiría, y lejos de expandirlo, provocarían una contracción del sistema.
Tal vez lo más dañoso de la ley, que por sí mismo demanda el veto presidencial, es que introduce el germen de un intervencionismo arbitrario y deformante, con su pesada carga de inseguridad jurídica y de aprensiones, en una actividad como la del sector financiero que por su naturaleza necesita imprescindiblemente transparencia y credibilidad. Es obvio que ese criterio intervencionista va a contramano de todo el proceso de transformación impulsado desde el gobierno nacional a lo largo de diez años, y suscita justificadas prevenciones en el ánimo de la sociedad, que advierte con inquietud un retroceso hacia prácticas que deberían ya ser capítulos borrosos de la historia.
lanacionar