Todo eso que se cae
En el cielo hay mucho sol muy amarillo y en esta vereda ancha a metros del río hay tanta gente haciendo tantas cosas. No hay nadie solo y sin embargo ahí están, sentados en reposeras frente a mesas plegables en las que dispusieron, como después del almuerzo de un domingo cualquiera en una casa todavía más común, tortas, alfajores, bebidas y un poco de café para pasar el vino. Están divididos en grupos, como si acá, en este lugar, ahora, el mundo entero se repartiera en porciones. Pero no hay nada que marque los límites. Están separados y juntos y se miran y conversan entre ellos pero no con los demás.
Sobre el piso, sobre una lona rayada en el piso, un joven acostado boca arriba mira su celular en bermudas mientras a su derecha una mujer de edad parecida descansa con los ojos cerrados. Pegado a los dos un hombre mayor habla con una gorra con visera mal calzada y dice cosas sin parar. Lo escuchan varios, que comen facturas al mismo tiempo. A uno pasos hay otro grupo. Sus integrantes tienen todos la misma edad, tienen todos el pelo cano. Aplauden y chocan codos solo con uno de ellos, Fabián, el nombre que le dicen y el que está escrito en la torta blanca de cremas y frutillas, con velas, que acaba de soplar. No hay globos pero sí se ve, en un costado, una bolsa con un moño. Un regalo. Cerca de allí, en una ronda, niños y niñas con prendas de primavera escuchan a una mujer dictarles consignas de juego. Ellos también festejan. Sí hay globos, sí hay guirnaldas, sí hay torta. Y hay una música que suena fuerte y empaña las charlas todas tan juntas pero a nadie parece molestar.
La convivencia es armónica. En un banco de cemento un hombre cambia el pañal a un bebé y a otra distancia corta otro hombre toma mate y mira hacia el agua, celeste, apacible, indómita, como si se tratara de una película. Como si hubiera una televisión. Como si estuviera en un living. A segundos otro niño hace girar con fuerza los pedales de una bicicleta igual de pequeña y colorida y un adulto atrás suyo aplaude y le dice algo así como vamos, vos podés, no tengas miedo y el nene, en medio de esa arenga, puede.
Es tan extraño. El 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud declaró que el coronavirus era una pandemia y poco después la orden fue clara: había que quedarse en casa y no salir de casa a no ser de que fuera absolutamente necesario dejar casa. Entonces nos quedamos. E hicimos todo lo que sabíamos y podíamos hacer, y además eso que aprendimos, allí, los que pudimos, entre paredes. Hoy pasaron los meses y el virus sigue y sigue sin cura pero salimos. Al aire libre. Salimos a hacer todo. Incluso lo que antes, antes del brote, hacíamos en casa o en lugares con techo y puertas, ahora lo hacemos afuera. Como si el mundo o la vida en él hubiera recibido el golpe de un puño y esa fuerza lo hubiera dejado al revés, con el centro afuera, con la verdad a la vista, como una naranja fresca y recién pelada, comida en gajos.
Este virus es algo claro. O mejor dicho hizo de las cosas algo claro. Nos robó un poco la posibilidad de mentir. Hubo parejas que se rompieron por el virus, hubo empresas que quebraron por el virus, hubo mucha tristeza por este virus y mucha realidad, frente a los ojos de los que quieren ver y de los que no. De los que aún prefieren engañarse.
Este virus se llevó por delante las paredes. Las de toda esta gente al río, con el sol bien arriba y tan grande, y las de otros, muchos, por ejemplo las de un hombre que vive y duerme sobre una cama de madera, con sábanas y frazada, al lado de una pequeña mesa de luz montada con lo que encontró, pegada a una bolsa plástica en la que guarda las cosas que le dan, que le llevan, frente a un puesto de jazmines y hortensias y orquídeas y peonías en una de las avenidas más lindas de la ciudad.