Por la ciudad. Todos irritados
La calle, esa vieja y experta maestra de quienes viven fatigando asfaltos y baldosas, demuestra día tras día -sin excepción ni feriados que valgan- cómo ha cambiado el carácter de los porteños y en qué medida se ha ido agriando, hasta tal punto que si antaño tenían fama de ser afables y cordiales, ahora se han convertido en hoscos e irritables. El porteño (tal cual la Dolores de la copla célebre) era hombre de hacer favores (aunque no de los del género al que hacía referencia la leyenda de marras); en este momento, en cambio, parece haberlos reservado para su círculo más íntimo -¡eso sí, nadie le toque a la familia o a los amigos del alma!- y tiene un gesto agresivo para el resto del mundo.
Hostilidad soterrada pero manifiesta ésa. Por ejemplo, y sin ir más lejos, apreciable en mil y un incidentes callejeros que estallan a cada paso por causa de la desobediencia pertinaz de normas cuyo respeto, sin duda, tornaría más agradable la ineludible necesidad de convivir con sus semejantes. En esta época de encuestas a troche y moche, nadie -que se sepa, por lo menos- ha salido a buscar datos para elaborar el ranking de los avinagrados. Por su cuenta, el ciudadano Pérez se atrevería a afirmar que, a la cabeza de ese rubro, tal vez habría empate entre los colectiveros y los empleados públicos.
No hay capricho
Y no se trata de un endoso caprichoso, por más que haya, como de sobra, otros candidatos en condiciones de discutir tan lamentable distinción. Si de los transportistas se habla, una de sus últimas ocurrencias para torturar al público parece haber sido el nuevo importe del boleto, cuyas categorías requieren poseer monedas diversas. ¡Ja! Justo en esta urbe en que la calderilla es, desde tiempos inmemoriales, artículo de primera necesidad. Suba usted, pues, a un colectivo y pretenda abonar con un peso: menudearon las quejas porque casos hubo -¿aún hay?- en que el viajero debió resignarse a que el vuelto quedara para beneficio de la empresa por falta de cambio en la boletera; y si amagaba protestar, el chofer, a los gritos y con gesto belicoso, se encargaba de informarle que... si le gusta... bien... y si no... se baja.
Para muestra no basta un botón. A esa intemperancia hay que sumarles las habituales frenadas bruscas y las aceleradas ídem, las violaciones de las reglas del tránsito desde su primera letra hasta el punto final, los horarios y frecuencias caprichosos, las cortadas por atajos que nada tienen que ver con el recorrido establecido... etc.
La indiferencia de los empleados públicos para con el resto de la humanidad -retratada con tanta exactitud por talentosos observadores de las impertinencias locales- suele ser prenda común en todas sus jerarquías. ¡El público que se las arregle!, sería la consigna.
¿Habría que atribuirle a tan agresiva tendencia burocrática la resurrección del insólito propósito de que los consumidores oficien de inspectores de la Impositiva a la fuerza, ad honórem y con jornada completa, cargándoles la obligación inexcusable de requerir boleta hasta por la mínima compra? ¿Y si las extraviasen?
¿Y si por cualquiera de esas cosas de la vida a alguien lo comprometiese la imposición de retenerla?
¡Nada, a obedecer sin chistar, que para eso está el público!
Hasta en el deporte
La belicosidad que flota en el ambiente no reconoce términos ni límites. Las canchas de fútbol son calderos en que bullen las pasiones, es cierto; pero de un tiempo a esta parte lo son más que nunca: a Pérez todavía le dura el asombro por el infatigable empeño -revelado por el ojo avizor de las cámaras de la televisión- con que tiernas criaturas y maduros señores agravian, insultos y salivazos mediante, a cuanto adversario de su cuadro favorito se le pone a tiro. Y que nadie diga que siempre fue así, porque siempre no fue tan así. Un ciclista (no era el mismo, por supuesto, de hace una semana) que circula de contramano y se ríe del semáforo -maduro, ataviado con buenas prendas y flanqueado por su mujer- insulta al conductor del auto que se resiste a cederle paso porque considera que, al ir por la mano correcta y con el semáforo en su favor, no tiene por qué hacerlo. Un mozo de expresión malhumorada le tira el pedido por la cabeza a un cliente, descontento por la propina que acaba de recoger en otra mesa. Aquí y allí, todos parecen dispuestos a irse a las manos por cualquier futilidad.
Las abuelas y las tías mayores solían decir que, según soplase el viento, los ánimos se encrespaban o se calmaban. ¡Hombre!, hoy por hoy, parecería ser que en Buenos Aires el viento siempre sopla del mismo lado.
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