Trabajar desde casa: el desafío de inventarse una rutina contra la soledad
Me visto para salir pero no salgo. Me pongo los zapatos, me peino, pero no voy a ningún lado. Trabajo en el living, frente a la computadora. Trabajo en silencio, a veces, con la radio prendida de fondo; a veces, con música. No digo: “Hola, buen día”, cuando llego. No digo: “Bueno, me voy a almorzar, ¿alguien quiere algo?”. Tampoco menciono el estado del tráfico o del clima ni me quejo de padecer reuniones interminables con mis compañeros porque no tengo compañeros. Soy parte de una tendencia laboral que, dicen, no para de crecer. La de trabajar dentro de casa, en soledad.
Mis días transcurren en 54 metros cuadrados, entre una mesa de comedor, la cocina, el baño y el cuarto. Pueden pasar semanas sin subirme a un colectivo, sin cargar la Sube, yendo y viniendo a la verdulería que queda a dos cuadras, al kiosco, a los chinos que están a la vuelta de mi casa. Sin embargo, como la mayoría de las personas que cumplen con un horario laboral, tengo una rutina. Aprendí a tenerla. Me despierto a las ocho, a las diez enciendo la computadora con el mate y la pava cerca, entre la una y las dos almuerzo, luego vuelvo a sentarme frente a la pantalla con un café y a las seis, siete -según el día y la cantidad de trabajo que tenga que entregar- apago la computadora. En el medio, camino infinitas veces hacia la cocina a recalentar el agua para el mate mientras me fumo un cigarrillo de pie al lado de la hornalla, riego las plantas, whatsapeo, voy al baño y aprovecho a pasar Cif por los azulejos, ordeno un poco la ropa del placard o agarro la aspiradora para limpiar rápido la alfombra, porque siempre es más fácil ocuparme de estos quehaceres que sentarme a escribir esas notas o entrevistas que me comprometí a entregar antes del fin de semana.
Reconozco que hay semanas más felices que otras. Días en los que me percibo más creativa y productiva y días que, entre llamadas telefónicas, mails y búsqueda de información, me descubro mirando fotos de personas que apenas conozco, leyendo noticias de la vida amorosa de personajes bizarros o pierdo horas comparando precios de objetos y cosas que jamás compraré. Cuando esta forma virtual de procrastinar perdura demasiado en el tiempo, decido irme, salir, ver gente real. Entonces visito a alguna amiga o hago trámites que me impongo como impostergables. Pero siempre vuelvo, como un animal doméstico, porque sé que si no me siento y escribo nada bueno puede pasar.