Tragedia que plantea interrogantes
El accidente sufrido por un ómnibus de línea en las cercanías de San Nicolás, cuando transitaba por la ruta 9, ha venido a sumarse, por causa de la magnitud de sus consecuencias, al historial de esa clase de tragedias, acerca de las cuales el país tiene vasta y lamentable experiencia. Nada de cuanto se hiciere, es obvio, podrá compensar el cuantioso saldo de víctimas y el dolor que tales pérdidas han provocado, pero la catástrofe en sí misma debería convertirse en un acicate para movilizar la exhaustiva revisión de las reglamentaciones que rigen el tránsito por las rutas y el transporte de pasajeros.
La fatalidad y hasta el azar acaso incidieron para que el vehículo proveniente del Chaco y con destino a la ciudad de Buenos Aires embistiese a un camión que marchaba delante de él, atravesase la ruta a todo lo ancho y, mientras se incendiaba, fuese a dar a una suerte de depresión, en la que ardió casi por completo. Perecieron diecisiete viajeros y uno de los conductores, en tanto que su compañero y otros quince pasajeros sufrieron heridas diversas.
Según algunos testimonios de los cuales se han hecho eco las respectivas informaciones, el ómnibus circulaba velozmente y esa circunstancia podría haberse combinado en forma negativa con el factible adormilamiento de quien en ese momento estaba al volante. Sea como fuere, por el momento sólo se trata de una conjetura que tendrá que ser confirmada –o no– por los peritajes y la correspondiente intervención judicial.
Ello no obsta, por supuesto, para que el accidente haya suscitado las prevenciones, los interrogantes y los cuestionamientos que son habituales después de tan graves percances. ¿Hay fiscalizaciones periódicas para determinar la idoneidad, el estado físico y las condiciones de trabajo en que deben desempeñarse quienes tienen la responsabilidad de guiar vehículos de transporte público de pasajeros? ¿Algún organismo se ocupa de verificar si esos ómnibus, de por sí de gran tamaño, se encuentran en óptimo estado de mantenimiento? ¿Hay controles efectivos y permanentes acerca del comportamiento vial de los vehículos que circulan por las rutas nacionales y provinciales? ¿Tratándose de una autovía en que la circulación es intensa a toda hora, tal como ocurre con la ruta 9, es prudente que los carriles de una y otra manos sólo estén separados por una franja de césped, por amplia que ella fuere, y carezcan de otra defensa más sólida? Se trata de las preguntas razonables que se formulan el público en general y, tanto más aún, los usuarios de esta modalidad del transporte. Darles respuestas y atenderlas en forma satisfactoria debería constituirse en una obligación solidaria para las autoridades y los empresarios de ese sector.
Los accidentes de tránsito, en muchísimas oportunidades como consecuencia de imprudencias de todo tipo y origen, configuran una de las más preocupantes tendencias de los argentinos. Anualmente, tronchan miles de vidas, provocan lesiones graves e incapacidades permanentes y son causa de ingentes pérdidas materiales y de valiosas horas de trabajo. Disminuirlos ha sido y es una reiterada intención –siempre formulada de buena fe, nadie lo duda–, que hasta el momento no ha logrado tener resultados condignos.
Cabría, pues, que la irreparable tragedia de San Nicolás aleccionase respecto de la apremiante necesidad de que el conjunto de la sociedad –empezando, por supuesto, por sus autoridades– se decidiese a asumir la inseguridad vial en su real carácter de gravísimo problema que, dada su honda significación, exige, sin más dilaciones, respuestas inteligentes y eficaces.