Ulises Butrón, el guerrero del rock
Con mi prima Marisa fuimos admiradores de Metrópoli. En su casa, en Ciudad Evita, pasábamos las tardes escuchando una y otra vez los dos casetes de la banda, grabados uno después de otro a mediados de la década de 1980. Para orgullo nuestro, los casetes eran originales y no grabaciones de canciones de la radio, siempre "pisadas" por un locutor al que imaginábamos al servicio de las compañías discográficas. Ignorantes de todo, la sospecha era nuestro método de pensamiento privilegiado. Al fin y al cabo, los dos habíamos cursado la escuela secundaria completa durante el último gobierno de facto. Durante ese período el nombre oficial del barrio había sido otro.
En ese entonces, asistíamos a las clases del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires. Como cualquiera de las sedes nos quedaba lejos, los viajes en colectivo daban tiempo para leer (y entender poco y nada) los textos de Giorgio Colli, Michel Foucault y Émile Benveniste. En la sede de Parque Lezama, algunos estudiantes seguían a Patricio Rey y los Redonditos de Ricota, otros defendían la superioridad musical de Serú Girán, otros alabábamos a Virus y muchos, por no decir la mayoría de nuestros compañeros, a Sumo. Pocos compartían nuestro fanatismo por Metrópoli.
Uno de nuestros amigos, fan de Soda Stereo, nos explicaba con ternura condescendiente que Metrópoli era una banda de transición, importante pero no indispensable. Decretaba que no pasaría a la historia. Le habíamos puesto el "Charro" porque siempre usaba ropa de esa marca. En los años 80, las marcas de ropa eran tan importantes como la música para definir la identidad. Muchas veces, la música estaba antes que la identidad; con suerte, esta llegaría después.
"Estamos atrapados en la misma red,/ viajando por un laberinto,/ estamos sosteniendo una pared/ por favor, no la dejes caer", cantaba De Sebastián en "Héroes anónimos", el dramático hit de Metrópoli, y nosotros dos con ella. Los viajes hasta las sedes del CBC eran eternos pero, como decían nuestros padres, peor era levantarse de madrugada para ir a la fábrica.
El "Charro", a diferencia de nosotros, conocía en persona a varios músicos y se refería a ellos por el nombre de pila. "Ayer Andrés tal cosa", "Lo vi a Miguel la otra tarde" y "Como dice Gustavo" eran algunas de las frases que podíamos escuchar en los atardeceres en Ciudad Evita. Un día mencionó a "Ulises". No hablaba del protagonista de la Odisea sino de Ulises Butrón, uno de los creadores de Metrópoli junto con Isabel de Sebastián y Celsa Mel Gowland. En sus historias, ambientadas en pubs y sótanos convertidos en salas de concierto, Butrón aparecía retratado como un príncipe del rock.
"Ulises tocaba la guitarra como un guerrero invencible -dice Isabel de Sebastián desde Nueva York, días después de la muerte de Butrón en Buenos Aires-. Sus dedos desafiaban las leyes de la física, se extendían como patas de araña, en posiciones improbables, nuevas, salidas de su inventiva; su tesón, su dragón interior, era una fuerza de la naturaleza que iba del entusiasmo a la voracidad. Tenía imaginación y constancia, y una sonrisa de una inocencia luminosa. Luego se perdió en un laberinto y una sombra se apoderó de sus ojos, pero es evidente que nunca perdió la imaginación y la elegancia musical".
Para el segundo disco de Metrópoli, Viaje al más acá, Butrón y De Sebastián ya hacían canciones "como quien baila un tango, adivinando cada movimiento, dejando que la respiración nos llevara", según la comparación de la cantante. "El cielo era el límite y estábamos en modo de sincronicidad total. En esos dos meses que pasamos junto con Mariano López (ingeniero de sonido de la banda y mi pareja de ese momento) en una quinta de Parque Leloir, compusimos y 'demeamos' la mayoría de las canciones. No recuerdo haber tenido en mi vida una sensación de fluidez creativa semejante".
Nuestra canción favorita, que formaba parte de la banda de sonido del paso de la adolescencia a la juventud, seguía sonando: "Todos somos héroes anónimos,/ guerreros en este lugar,/ peleando con el corazón,/ combatiendo tanta soledad".
"Ulises fue un animal de la guitarra, a la que le sacaba sonidos imposibles -cuenta su compañera de Metrópoli-. He escuchado monstruos rugir desde el amplificador. También, sonidos de canciones de cuna de una sutileza de libélula. A los veintitrés años, ya canalizaba a través de sus dedos un abanico de sentimientos y sensaciones de alguien que ha vivido una larga vida. Pero no llegó a tenerla. Nunca perdió el humor, ni la creatividad. Dejó mucha buena música y un hijo adorable". Y en el eco de los recuerdos, canciones para acompañar un viaje colectivo que, mientras tanto, continúa en el más acá.