Un artista de vanguardia
Por Asher Benatar Para LA NACION
Alguien dijo que provocar un escándalo en estos tiempos es una cosa muy difícil. Es probable: basta con mirar la TV para darse cuenta de que el escándalo vive entre nosotros. En realidad, podemos decir que vive en nosotros. Debe de ser por eso que parecer (hablo de parecer, no de ser) vanguardista en el siglo XXI requiere pacientes esfuerzos, ingenio y audacia. Algunos agregan otros requisitos de más incómoda aceptación.
Siempre las vanguardias han sido provocadoras, a veces para ganar espacio en los comentarios de la gente y otras en respuesta a convicciones genuinas. A menudo es difícil discernir a cuál de estos motivos responden los presuntos líderes. Y hay que reconocer que en ocasiones ambas características confluyen. En 1951, durante el auge del action painting, tendencia de la que Jackson Pollock fue uno de los fundadores, Robert Rauschenberg expuso los que luego se convertirían en cuadros famosos: lienzos carentes del más ínfimo trazo o de la mínima expresión de color. Y no vaya a creerse que Rauschenberg era un aventurero. Por el contrario: a este artista se lo considera una importante figura del neodadaísmo que mucho tuvo que ver con el desarrollo del pop art.
Debe de ser por emular a esas pinturas-no pinturas que John Cage, músico, estrenó en 1952 una desconcertante obra titulada 4’33”, pieza que recibe su nombre de los cuatro minutos y treinta y tres segundos durante los que el ejecutante, por lo general un pianista, tiene a su cargo interpretar una composición que nadie oye y en la que el intérprete no tiene mucho que ver, porque permanece totalmente inmóvil.
En ocasión del estreno, terminado el lapso de los cuatro minutos y fracción, el presunto pianista cerró la tapa del teclado, se enfrentó al público, hizo una reverencia y luego se retiró, ante el estupor general. Si lo que Cage quería era escándalo, realmente lo logró. La gente lo sintió como una burla. Hubo gritos e indignación. Después, cuando las pasiones amainaron, el autor pudo exponer sus convicciones: una de ellas es que la obra musical no tiene que provenir sólo del escenario, sino también del público: toses, el siseo de algún abanico, el silbido de los oídos, el sonido de nuestro torrente sanguíneo. Argumentos de Cage, no míos. Tampoco en este caso nos enfrentamos a un aventurero sin antecedentes ni escrúpulos. Cage no parece ser tal: es autor de más de 250 obras musicales pertenecientes a numerosos géneros, y se lo estima como un talento poco común.
Algo más de una década después, surgió Andy Warhol, quien utilizó chisporroteantes medios para obtener obras que provocaron revuelo y gran cantidad de dólares. Warhol pintó cuadros de las sopas Campbell, sobre fotografías de Marilyn Monroe y Elizabeth Taylor, filmó películas de ocho o nueve horas de duración en las que una cámara que parece clavada en el piso muestra, sin que nada modifique la imagen, a un hombre durmiendo, una canilla que gotea o la bella y estática cúpula del Empire State Building de Nueva York. Con estos elementos, y algunos otros, Warhol, a quien se atribuye la famosa frase acerca de los “quince minutos de fama”, logró celebridad medida en décadas y en riqueza personal.
Podemos mencionar una película que muestra durante ocho horas la pantalla completamente blanca. ¿Divertido, no? Hay más ejemplos, pero entendemos que es suficiente.
Si un día de éstos ven una columna totalmente en blanco y firmada por mí, es señal de que convencí al jefe de esta sección.
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