Un cónclave con desafíos
Luego de larga espera, el momento maduro para elegir al sucesor de Benedicto XVI ha llegado. Atrás quedaron en los surcos de la historia la elección del pontífice por aclamación del pueblo, con la participación de los notables, los magistrados de la ciudad de Roma, los funcionarios imperiales, el consenso del mismo clero romano o la intervención del poder civil. Debieron pasar once siglos para que a través del Decreto "In nomine Domini" del 13 de abril de 1059, promulgado por Nicolás II, se comenzaran a delinear puntos básicos a tener en cuenta en tan trascendente elección, subrayando el aspecto jerárquico de la autoridad eclesiástica, disminuyendo en modo drástico el cuerpo electoral y alejando las injerencias del poder temporal.
Esta normativa se perfeccionó con la Constitución "Licet de evitanda discordia" (Lo permitido para evitar discordias), de Alejandro III, promulgada en el III Concilio de Letrán (1179), que atribuía la responsabilidad de la elección total y exclusivamente a los cardenales, además de fijar la obligación de la mayoría en los dos tercios del Colegio Cardenalicio. Pero será un hecho lamentable y triste el que dará origen al sistema actual del cónclave. Si bien muchas elecciones fueron breves, como la de Inocencio III (1198-1216), elegido el 8 de enero de 1198, el mismo día de la muerte de Celestino III, no todas fueron expeditivas. El 29 de noviembre de 1268, se abrió el período de sede vacante más largo de la historia y la más famosa reunión electoral de los cardenales, en Viterbo, que concluyó el 1º de septiembre de 1271, luego de dos años y nueve meses, con la elección de Gregorio X, en la que todos deseaban acceder al pontificado pero ninguno cedía. Será este pontífice quien en la Constitución "Ubi periculum" (Donde hay peligro) del 7 de julio de 1274, instituyó el cónclave como medio legítimo para la elección del pontífice, destinado a prevenir largas vacancias de la sede apostólica.
El 29 de noviembre de 1268, se abrió el período de sede vacante más largo de la historia y la más famosa reunión electoral de los cardenales, en Viterbo, que concluyó el 1º de septiembre de 1271, luego de dos años y nueve meses
La Iglesia vive ahora el triste momento de la sede vacante, luego de una inesperada renuncia, y espera el resultado del próximo cónclave. Los 115 cardenales electores, con un promedio de edad de 72 años, y de los cuales 67 fueron elegidos por Benedicto XVI, darán comienzo a un acto trascendente, que no es una elección política o secular, sino un fuerte momento espiritual en la vida de la Iglesia. Aún vivimos el impacto por la renuncia de un papa, luego de 698 años, pero fue otro pontífice, quien también decidió poner fin a su ministerio. Celestino V en 1294, luego de tres meses y catorce días abdicó, para retirarse a una vida de oración contemplativa en su ermita, alejado a los ojos del mundo. No improvisó ese acto, ya que consultó a dos expertos en derecho canónico, los cardenales Benedicto Gaetani y Gerardo Bianchi, quienes dieron una respuesta positiva a la propuesta pontificia de renunciar. Benedicto XVI siempre sintió una admiración por aquel pontífice. Cuando visitó el 28 de abril de 2009 a los refugiados del terremoto en los Abruzos, se acercó en la ciudad de L’Aquila para venerar sus restos mortales. Allí no ofreció ningún discurso, pero se despojó de su palio, tejido de lana pura que usan los pontífices desde el siglo IV, como signo del peso de la misión, y lo depositó sobre la urna, con el cuerpo incorrupto del papa monje. No fue un gesto neutro. Celestino V, en el texto de su renuncia argumentaba que lo hacía debido a su "ineptitud, escasa cultura, debilidad física, y deseo de pasar el resto de sus días en la vida monástica".
Benedicto XVI, por el contrario, sólo coincide con estas dos últimas causas, argumentando que por edad avanzada ya no tiene fuerzas y se siente incapaz para ejercer adecuadamente el ministerio que le fue confiado. Ha demostrado con este "acto teológico", su fe valiente y conciencia transparente por el bien común de la Iglesia, reconociendo su fragilidad. Este hombre que en 2006 renunció a llamarse "Patriarca de Occidente", y que ahora comienza a recorrer lentamente como simple peregrino el último tramo de su peregrinación terrena, deja un legado que tiene como centro la fe y el arte de creer, pero con desafíos comprometedores. Ante todo, confesar y profesar esa fe en un mundo que vive la dictadura del relativismo, donde todo da igual, y la ideología de la secularización, que presiona para que se viva como si Dios no existiera. En latín clásico, "confesar" equivale a "profesar"; esto es, presentar positivamente una realidad, pero también no ocultar el elemento martirológico, que implica dar testimonio sin complejos en medio de situaciones adversas.
Los mandamientos no son diez "no" sino una decena de "sí". La moral se basa, ante todo, en las virtudes y en las bienaventuranzas. Desde ella, se puede invitar pues, a dejar de lado el error y vencer el mal. La nueva evangelización exige, ante todo, anunciar lo que merece vivirse y no sólo lo que debe evitarse. En segundo lugar, el nuevo papa no debería dejarse tentar por el primado de la "soberanía" siempre latente, para ser el testigo de la "comunión" hecha servicio. Conviene recordar aquello que San Bernardo escribió en el siglo XII en su obra "De Consideratione", a pedido de Eugenio III, respecto a lo que un papa debía priorizar. Ante todo, le advertía: "Recuerda que no eres el sucesor del emperador Constantino, sino de un pescador". Esto interpela en cuanto al modo de ejercicio del primado de Pedro.
Deja un legado que tiene como centro la fe y el arte de creer, pero con desafíos comprometedores
Aún es materia pendiente, aunque fue presentada por Juan Pablo II en 1995, en la encíclica "Que sean uno", sobre el compromiso ecuménico. Allí rogaba que los pastores junto a teólogos católicos y de otras confesiones lo ayudaran a encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abriera a situaciones nuevas. La ayuda en ese sentido ha sido escasa. Es que la forma de ejercicio también requiere una reforma sin dilaciones de la Curia romana. Ese organismo instituido formalmente por Sixto V en la segunda mitad del siglo XVI, ha multiplicado de modo innecesario estamentos poco eficaces. La Curia debería dejar de ser un organismo de centralismo burocrático y convertirse en un instrumento que priorice la colegialidad y acentúe el principio de corresponsabilidad en el gobierno eclesial. Los cardenales electores tienen ahora un grave deber: elegir a quien tenga su oído en el corazón de Dios y sus manos tendidas al mundo. Un pastor que sumerja a la Iglesia en un proceso de purificación integral, para que sacando de ella las escorias y múltiples miserias, sea una casa de puertas abiertas en la que se hable el lenguaje salvador de la inclusión.
El autor es Doctor en Teología y en Derecho Canónico. Escribió El Sistema Electivo del Romano Pontífice. Origen de su autoridad suprema en el ordenamiento canónico actual.
José Manuel Fernández