Un desafío a la autoridad de Alberto Fernández
A un presidente peronista se le dice todo que sí. Si sostiene que la tierra es plana a nadie de su tropa se le ocurre mencionar los libros de ciencia. El liderazgo así concebido se mide por la obediencia que genera.
Esa lógica explica el fastidio que le causa a Alberto Fernández el cotidiano bombardeo de integrantes de su coalición con la denuncia de que hay presos políticos en la Argentina. Basta que él insista con que eso no es así, para que florezca un nuevo dirigente dispuesto a desafiarlo, se llame Wado de Pedro, Elisabeth Gómez Alcorta, Sergio Berni, Estela de Carlotto, Axel Kicillof.
Se trata de algo más que una discusión semántica sobre la condición de Julio De Vido, Milagro Sala o Amado Boudou, todos condenados por la Justicia en causas de corrupción y sometidos a prisión preventiva mientras continúan los procesos. A lo que apuntan esas críticas es a exponer las limitaciones de origen –y por ahora de ejercicio- de la autoridad del presidente Fernández.
Las ansías de una reversión exprés de las investigaciones sobre la anterior etapa del kirchnerismo chocan contra la vía lenta que imaginó Fernández, consistente en que sea el propio Poder Judicial, con sus tiempos y sus dobleces, el que ejecute la operación de limpieza sobre los acusados de robar dinero público.
La negativa presidencial a usar el argumento de los presos políticos para tomar medidas ejecutivas o legislativas que afecten los fallos judiciales se percibe casi como una traición entre aquellos que ven a Fernández como un vicario de Cristina Kirchner. Pero el pataleo va más allá de una defensa a compañeros caídos en desgracia: en el fondo, el temor de esa facción para nada menor del Frente de Todos responde a que el Presidente termine por inclinar el barco hacia un rumbo indeseado para ellos en lo social, en lo económico, en el reparto del poder. Es como si dijeran "no te regalamos el puesto para esto".
El kirchnerismo más extremo concibe el diálogo político como una expresión de debilidad. El mando se ejerce sin contrapesos y someterse a las restricciones institucionales implica una señal de tibieza, para agradar a las potencias extranjeras, a las grandes empresas o a los medios masivos.
Por eso le generan sospechas los gestos de Fernández -sinceros o interesados- con dirigentes del radicalismo, su trato cotidiano con la prensa, el interés mostrado por abrazarse con líderes europeos de nulos galones revolucionarios, como Angela Merkel o Emmanuel Macron.
La intriga en este tironeo de poder reside en saber si quien mueve los hilos de la "operación presos políticos" es la propia Cristina Kirchner, gran interesada en demoler las investigaciones judiciales sobre la corrupción del período 2003-2015. Ella ya dijo que se autopercibe absuelta por la historia y que quienes van a sufrir van a ser los jueces que la acusaron y los que osan someterla a juicio.
Es cierto que en sus causas hubo varias decisiones recientes que la beneficiaron. Pero sigue procesada en múltiples expedientes y no consiguió todavía que sus hijos queden libres de cargos. Florencia Kirchner, que parece recuperarse de sus problemas de salud, no se siente del todo segura como para volver de Cuba.
Cristina insiste con la tesis de la persecución judicial de Mauricio Macri. De su boca no salen acusaciones a la gestión de "su" presidente. Habla de otras cosas. Torea al FMI, antes de la llegada de la misión que abre la negociación con la Casa Rosada. Insulta a los italianos después de que Fernández se reuniera amablemente con los gobernantes de ese país. Expresa en público que Fernández "va a cumplir" con determinados pedidos que ella le hizo. Y ataca con asiduidad a políticos y empresarios a los que Fernández amaga con seducir.
Tal vez sea cierto lo que dice el Presidente: que nunca más se van a pelear, que actúan en equipo. Y, en consecuencia, asistamos apenas a un juego de "policía bueno, policía malo" tendiente a negociar la deuda y encarrilar la economía. Sería bueno que se lo contaran a la tropa propia.