Un día de furia
A veces me pasa. Sentada en la sala de espera de algún consultorio médico diminuto o dentro del banco, con la mirada fija en una pantalla, sosteniendo un papel con números y letras que no responden a ninguna lógica.
A veces me pasa en el andén de una estación de tren que no llega por inconvenientes técnicos o después de intentar tener una conversación por celular con alguien a quien no escucho bien.
A veces me pasa que el hartazgo se apodera de mí y me paro y le pregunto a la secretaria si el médico calculó mal el tiempo con cada paciente antes de dar los turnos; o me asomo a ver cuántas cajeras están atendiendo y cuántas chatean con su celular, aunque el hombre de seguridad del banco me diga que está prohibido pasar la mampara y llena de rabia le pida el libro de quejas por la mala atención recibida.
A veces me pasa que después de intentarlo varias veces y no lograr tener una charla de más de un minuto sin que se corte la llamada, decido comunicarme con la empresa de telefonía móvil y exijo a los gritos descuentos en mi próxima factura y pido por algún superior, amenazo con dar de baja la línea, tomar medidas legales y denunciarlos ante defensa del consumidor.
Días en que soy venenosa y pienso que todos los médicos odian a sus pacientes y a su trabajo; que los bancos escatiman en cantidad de empleados sin importarles que sus clientes esperen horas para hacer un trámite y días en los que me doy cuenta de que la palabra defensa del consumidor ha perdido todo tipo de significado.
A veces me pasa que pierdo la paciencia y sin darme cuenta me convierto en una hija más de esta ciudad de la furia.