Un éxito teatral, pero con final abierto
En la Argentina hay una ley que lleva el número 24.800, conocida como Ley Nacional de Teatro, cuyo objetivo esencial es el fomento del arte escénico. Lo hace a través de un instrumento, el Instituto Nacional de Teatro (INT), que recauda fondos provenientes del Comfer y Lotería Nacional y Casinos, y los distribuye entre grupos y salas independientes de todo el país.
La ley fue sancionada en 1997 y consagró la aspiración de tres generaciones de teatristas que pelearon por su sanción. Bien es cierto que esa lucha no fue continua. Tuvo las naturales intermitencias que le impusieron tres dictaduras militares, así como se debilitó en medio del desconcierto que trajo aparejada la democracia en sus primeros tiempos, cuando hubo que pasar de la confrontación al diálogo. Pasaron varios años hasta que los teatristas aplicamos la estrategia correcta y logramos la sanción de la ley tan esperada. Y fue sancionada, curiosamente, bajo el gobierno del doctor Carlos Menem.
Pero Menem no puede colgarse ninguna medalla. Con sus clásicos reflejos favorables a los poderosos, cedió a las presiones de los empresarios de la televisión, que quieren terminar con el Comfer (es decir, quieren dejar de pagar un impuesto) y vetó el artículo que reglamentaba el ingreso de los fondos. Convirtió así la ley en un papel inútil.
Avance del Poder Ejecutivo
El proyecto volvió al Congreso y en una jornada memorable fue ratificada, en horas de la tarde por los diputados y al anochecer por los senadores, por voto unánime en ambos casos, con las bandejas del recinto repletas de teatristas consagrados y con los estudiantes de teatro metiendo bulla en la calle.
El Instituto Nacional del Teatro fue inaugurado finalmente el 27 de abril de 1998 y muy pronto experimentó los mandobles de los fundamentalistas de las planillas. Pese a que la ley establece la autarquía, la Secretaría de Finanzas se queda con la mitad de los fondos. Trasladado a números: de aproxidamente 11 millones de pesos anuales, el INT recibe la mitad.
Aun así, con sus arcas maltrechas, la labor del Instituto ha sido muy positiva. En sólo cinco años el teatro de arte se revitalizó, especialmente en las provincias. Ciudades que daban por muerto a su teatro asistieron a la reapertura de salas, al regreso de los grupos, a la reaparición de talleres y espacios de formación profesional. Volvió la actividad pero, además, se mejoró la calidad. En Buenos Aires, donde la acción del INT es menos notoria, se produjo un brote de salas barriales, un fenómeno que también reconoce la acción del Instituto.
En gran medida la eficacia del INT se apoya en su estructura, representativa, federal y democrática. La dirección está compuesta por un director designado por el Poder Ejecutivo, un vice que nombra la Secretaría de Cultura, y representantes de todo el país que ocupan diversos espacios de la conducción y a la que acceden, en todos los casos, por concurso de oposición y antecedentes, y son elegidos en algunos casos por sus pares regionales y en otros por jurados de idóneos. Estos representantes no reciben remuneración alguna por su tarea.
En síntesis, en cinco años quedó desmostrado que la creación del INT fue un acierto, un hecho positivo en estos tiempos que el Estado tiene fama de equivocarse siempre. Fue un acierto la sanción de la ley 24.800 (a la hora de adjudicar méritos, no hay que olvidar la labor desplegada por el abogado Jorge Grinbaum) así como fueron acertadas las tres conducciones que se sucedieron hasta hoy, las que encabezaron sucesivamente Lito Cruz, Rubens Correa y José María Paolantonio.
Más alla de errores, enojos, retrasos en los pagos y discusiones, el INT funcionaba bien. Era mejorable, obviamente, pero conservaba casi intactas sus virtudes de origen. Las fallas tenían más que ver con los burócratas que están sentados sobre el tesoro que con los responsables de la administración del INT.
Hasta que, de pronto, estalló la crisis. Estimulado por la posibilidad de lograr la autarquía del INT (ya había obtenido la del Instituto de Cine), el secretario de Cultura, Rubén Stella, no se limitó a logro tan importante y avanzó en forma inconsulta sobre la estructura del organismo.
El Poder Ejecutivo sancionó el 7 de abril último un decreto de necesidad y urgencia que, si bien devolvía al Instituto la autarquía, modificaba la relación de fuerzas en la conducción. Otorgaba mayor poder al director, delegado del Poder Ejecutivo, y restaba capacidad de acción a los consejeros provinciales.
El medio teatral, y desde ya los propios consejeros, reaccionaron y se produjo un estado deliberativo que culminó con la renuncia del director José María Paolantonio. Un hecho lamentable.
Estado de alerta
Hace pocas horas, el Poder Ejecutivo dio marcha atrás. El decreto en cuestión fue derogado, es decir, se volvió a la situación anterior. Uno de los consejeros se hace cargo de la dirección hasta que se produzcan los cambios que naturalmente traerá aparejado el nuevo gobierno.
La derogación, en un sentido, está bien. La Secretaría de Cultura dio marcha atrás ante las protestas de la comunidad teatral. Pero en el camino quedaron la autarquía y Paolantonio. Y, además, todo ocurre en un momento en que se vienen cambios profundos. Y esto es un motivo de gran preocupación para los teatristas. ¿Qué va a pasar con el Instituto Nacional de Teatro?
Los teatristas mantenemos el estado de alerta. Es fundamental lograr la autarquía y abrir un diálogo para mejorar aquellas fallas operativas que suelen entorpecer la marcha de los organismos colegiados. Pero sin por ello modificar la relación de fuerzas entre la dirección y los consejeros.
Tenemos todos que preservar el Instituto Nacional de Teatro. Porque es un organismo que funciona bien y porque es una institución noble. Y es noble porque se alimenta y actúa sobre una actividad generosa y desinteresada.
Podrán decir que hacemos un teatro aburrido. Lo que nunca podrán decir es que lo hacemos por la plata.