Un futuro que viene de China
El cielo está tan celeste hoy. En el balcón de casa las hojas verdes de ese árbol de enfrente se ven casi amarillas por la luz del sol y yo escucho al pájaro que solía escuchar las mañanas de aquellos días en los que con mi familia íbamos a la quinta que mis abuelos habían comprado en Glew, en el sur del conurbano bonaerense. Es un domingo cualquiera. Al amanecer. Es un domingo extraño y es extraño porque no es domingo, es viernes, es martes, es jueves. Y estamos en cuarentena.
No se puede salir a la calle. Sí a comprar comida. Sí a comprar remedios. Pero hay que quedarse en casa porque tres meses atrás, en una provincia china, dicen que en un mercado de animales salvajes, comenzó a esparcirse un virus que desde allí llegó hasta acá y que ya contagió a cientos de miles personas en casi doscientos países. Por eso además hay que limpiar todo. Con lavandina. Con guantes. Con perseverancia. Con fe. Nada nuevo para mí. Lo hago porque no puedo evitarlo y porque mi madre por alguna razón, sabrá ella, yo especulo, me lo inculcó. Una obsesiva. Dos obsesivas. Nunca agarro ningún picaporte de ningún lugar público con la mano. Si es el de un toilette, uso papel. En otros espacios uso mi manga, la parte de debajo de la remera, el codo, los malabares. Chequeo las sillas de cualquier restaurante antes de sentarme por si hay mugre, migas o pelos; en el colectivo hago equilibrio para tocar apenas el piso; en el trabajo tomo recaudos: con el mouse, con el teclado, con las mesas. En la cartera siempre llevo un desinfectante en tamaño miniatura para cada vez que lo preciso. De mis compañeros también me cuido. De los contactos excesivos. Tener cómo justificar mis hábitos es buena noticia en medio de esta paranoia que inquieta.
Yo estoy inquieta. Pero no por la enfermedad. A mí la gripe no me da miedo. La muerte, mi muerte, no me aterra. Es otra cosa lo que me perturba. ¿Es esto una muestra de lo que está por venir?
Ahora trabajo desde casa. Como si estuviera en la Redacción. Tengo el televisor prendido y en silencio, escucho el programa de radio con el oído izquierdo y escribo. Hace un rato me llamó mi madre por video. La vi. La cara, el pelo, el gesto, el tono. Los ojos. Sus arrugas pequeñas. Confundidas como ella. Estaba en el escritorio de la casa en la que me crie. Me habló de su día, de lo que estaba haciendo mi padre y me dijo que tenía comida en la alacena.
En unos minutos voy a hablar con mi hermano, que me dirá que mis sobrinos, sus tres hijos, están estudiando. No están en el colegio pero están estudiando. Más tarde aún me llegará un video del mayor de mis sobrinos, el más parecido a mí, en su clase de piano. En el living de casa lo veo tocar desde el living de la suya mientras su profesora lo mira tocar desde el living también y a través de una tableta apoyada sobre el respaldo de una silla.
En unos días asistiré al taller de periodismo al que voy todos los lunes, desde hace años, desde el cuarto pequeño de casa. A través de una plataforma online que desconocía, veré a mi profesora y a mis quince compañeros, a todos, al mismo tiempo, a cada uno en un cuadrado. Como en ese juego de caras de mi infancia. Como si fuera ficción.
Ya es el mediodía y recibo un mensaje al celular que dice: "No te muevas. Podés hacer las compras en el supermercado online". Salgo al balcón y por la calle pasa un repartidor de comida en moto. Lleva puesto un barbijo y pienso que en otros países el delivery ya lo hace un robot. También, que mis amigas desde hace tiempo no van a bares para conocer gente sino que se bajan una aplicación. Que antes de todo esto yo ya compraba cada vez más ropa por internet aunque salía menos. Que según la BBC en Asia los jóvenes tienen poco sexo. Que organizados parece que se puede. Todo este aislamiento, antes buscado, antes decidido, autoimpuesto, no se sentía porque era cómodo y sin embargo ahora no nos queda más que acomodarnos. Para sobrevivir. Nos encerramos. Nos aislamos. Dejamos de encontrarnos con el vecino, con el verdulero, con un jefe, con quien sea. Con dos amigas dijimos de cenar esta semana. Cada una en su cocina. Pantalla de computadora de por medio. Existe una nueva manera de estar en vivo. Es a distancia. Y es solo para los que tienen. Para los que pueden. Casi siempre todo lo nuevo es solo para los que tienen. Qué cómoda es la tecnología.
¿Cuando no haya razones para salir afuera porque todo se puede hacer adentro alguien va a salir igual? ¿Será así? ¿De ahora en más? ¿En unos años? ¿Es esta una prueba? ¿Y si nos gusta?