Un giro histórico hacia la transparencia
Las crisis económicas llevan a un ejercicio introspectivo que invariablemente deja en evidencia su causa principal, que es de orden moral, más que política o económica. A partir de allí vienen las reacciones y cambios. Nuevas normas y medidas ejemplificadoras que por un tiempo imponen modelos de conductas más estrictos. Triunfa o pierde Maquiavelo: la política sujeta a la moral o a la inversa son las opciones predominantes que definen los usos y costumbres de cada época.
El mundo occidental está experimentando un auspicioso giro hacia la transparencia. Una sucesión de hechos singulares en los últimos meses muestra que la corrupción, en todas sus formas, empieza a verse con empalago, dando lugar a un reclamo cada vez más audible e impaciente en su contra.
Lo que empezó como un escándalo en una empresa estatal de Brasil amenaza con terminar en un juicio político para su presidenta. Una investigación aislada en Chile dejó en evidencia un vasto y poco claro régimen de financiamiento de la política que insinúa con llegar al corazón mismo del poder. En España, el hartazgo dio lugar a sorpresas electorales, resultados impensados hace no mucho. Y el corolario es la denuncia de una fiscal norteamericana de vergonzosos contubernios que por años habrían estado ocurriendo al amparo de una organización extravagante, exenta de controles serios.
El giro acarrea consecuencias promisorias. Límites a la reelección presidencial, paquetes de leyes contra la corrupción, resultados electorales que probablemente den lugar a cambios profundos y una investigación judicial que, desafiando límites jurisdiccionales, pone negro sobre blanco un esquema pútrido donde unos pocos pícaros cubrieron el robo con la bandera del deporte.
Vale la pena preguntarse si nuestro país está al margen de este cambio fundamental, si, como en otras tantas cosas, también estamos aislados. Con más razón porque vivimos un tiempo electoral apremiante, consecuencia de un largo ciclo que marcó un modo de hacer política, de mandar y ejercer el poder, que atravesó la vida de la Argentina de punta a punta, de arriba hacia abajo.
Los hechos son contundentes. No es tan sólo el triste espectáculo de candidatos sometidos al escarnio en un programa televisivo, los largos feriados largos, las fiestas patrias tergiversadas para unos cuantos o eventos deportivos interrumpidos por la violencia. Ésa es tan sólo la superficie que manifiesta algo subterráneo, más profundo. Se trata, en verdad, de una falsa disyunción que, con aires de renovación, se plantea entre nueva y vieja política, cuando en realidad no hay más que política y malos hábitos, que suelen adquirirse rápido desde la inexperiencia o la urgencia. Es la falta de institucionalidad que nos deja desamparados ante la arbitrariedad y que lugar a medidas de gobierno destempladas y faltas de equilibrio. La excusa de la gestión como argumento todopoderoso de la política supone un Estado como si fuera una empresa privada o una agencia de colocaciones, cuando es mucho más que eso.
Nuestros usos y costumbres están alterados. La moral y el esfuerzo están en un segundo plano. Todos esos vicios, carencias e imposturas crean las condiciones para un ambiente en el que la falta de transparencia es una de las características predominantes. Y una vez más estamos quedando fuera del mundo, en nuestro orbitar autista. Es tiempo de volver a las fuentes. De la máxima tolerancia en las ideas y la máxima intransigencia en las conductas. De la austeridad y la dignidad. Del maridaje equilibrado entre moral y política, atadas con el esfuerzo. Es el tiempo, en definitiva, de la transparencia en el mundo y lo debe ser también en la Argentina. Y no es cuestión de hacernos los distraídos y culpar a la dirigencia política: es la sociedad argentina la que de una vez debe enfrentar su responsabilidad y terminar con esta decadencia en caída libre.
El autor es abogado