Un país enfermo de irrealismo
En un contexto de mucha fragilidad, el Gobierno debe endeudarse en sumas astronómicas para cubrir gastos corrientes del Estado
Para poder cumplir con los compromisos salariales, previsionales y asistenciales asumidos con la sociedad, el Estado argentino recurre a subir impuestos, emitir moneda y endeudarse. Sube impuestos a través de provincias y municipios, paradójicamente, justo al inicio de un loable programa de reducción impositiva para los próximos años, que dadas las serias restricciones fiscales más de uno sospecha que será difícil implementar. Emite moneda por encima del valor de los bienes y servicios que genera el país, con lo cual retroalimenta la inflación que pretende reducir, y como si fuera poco precisa endeudarse en la escalofriante suma de 40.000 millones de dólares por año.
Al margen de las más que entendibles consideraciones políticas, sociales y humanas, un país que en un contexto tan frágil otorga alegremente un aumento a todo aquel que depende de la generosa chequera estatal (y más allá de que el aumento sea inferior a la inflación) es un país enfermo de irrealismo. Es un país que camina en la cornisa, expuesto a que cualquier viento imprevisto desemboque en una crisis o lo empuje a decisiones drásticas y temerarias como haber recurrido al denostado FMI.
Otro pequeño detalle: el país que hoy se endeuda en esta astronómica suma para cubrir gastos corrientes del Estado es el mismo que hace menos de 20 años produjo el repudio más importante que se conoce de la deuda pública de una nación. Deuda pública, ¿tomada en aquel entonces para qué? Al igual que hoy, para cubrir gastos corrientes del Estado (básicamente salarios, jubilaciones e intereses de la misma deuda externa). ¿De qué sorprendernos entonces? Nos hacemos a la idea de que en esta ocasión el endeudamiento será transitorio. ¿Qué sectores de la sociedad van a aceptar mansamente prescindir de su porción de la torta fiscal?
La obra pública ha estado ausente durante el kirchnerismo (y lo poco que hubo se usó como máscara para robar). Hoy es fundamental para mejorar la deteriorada infraestructura y para dar empleo genuino a gente que está dispuesta a ganarse el pan trabajando. Pues bien, con tanta gente prescindible en sus dominios y como un acto reflejo ante la necesidad de mejorar el cuadro fiscal, el Estado apela a reducir la obra pública, o sea, cortar empleo privado. Que los que tengan que dar la cara y despedir sean los particulares y no el Estado. Es decir, se "terceriza" la ingrata tarea de despedir.
El Gobierno no quiso de entrada explicitar la bomba encendida que recibió del kirchnerismo para no asustar a los inversores que, imaginó, iban a arribar en masa. O -por consejo de su maquiavélico asesor- para usar al kirchnerismo como sparring político. No convenía entonces, según ese plan, dejarlo tan mal parado.
Fue un craso error. Los inversores internacionales son más cautos de lo que se supone. Analizan impuestos, costos y condiciones laborales, tipo de cambio y otros aspectos donde el país tiene muchos deberes aún por hacer. Y perdió la oportunidad de desnudar las perversas políticas que han puesto al país barranca al precipicio.
Es verdad -como sostiene también el asesor- que la última cosa que quieren las sociedades son malas noticias. Ya tienen bastante con la carga del día a día. Solo esperan que les digan "está todo bien, el semestre que viene va a estar todo aún mejor". Haber proclamado eso semeja un acto suicida. Es asumir en las espaldas propias las atrocidades administrativas que cometieron los irresponsables y delincuentes que condujeron el país por tantos años. ¿Qué buscaron? ¿Atenuarles el prontuario para usarlos políticamente?
Con estos telones de fondo se discute el aumento de tarifas. El Gobierno creyó que el triunfo de medio mandato fue un reconocimiento "a la transformación cultural que está llevando a cabo en el país". Es probable en cambio que se haya debido al todavía fuerte rechazo que dejó en vastos sectores de la sociedad la gestión kirchnerista. Pero también la sociedad los votó porque el tan temido "ajuste" resultó a la postre algo digerible. La sociedad malinterpretó que el proceso de ajuste había culminado. Y ahora, inesperadamente, sobreviene otra tanda de aumentos.
Como ya he señalado en otras oportunidades, los aumentos de las tarifas -totalmente inevitables- debían hacerse con una secuencia mensual y del 5% cada vez. Nadie va a cortar una calle porque le suben la luz o el gas el 5% al mes. Comenté la iniciativa con un alto funcionario que admitió que se había descartado esa instancia porque perduraría el efecto inflacionario mientras durara el período de ajustes (probablemente en torno de unos 3 años). Desde esa perspectiva ese argumento era totalmente válido. Sin embargo, pasaron dos años y medio, la inflación no ha podido controlarse aún y el impacto social y político de las subas drásticas está siendo devastador.
Es insólito e injusto que, por no haberlo explicado adecuadamente en su momento, el Gobierno deba cargar con los costos sociales y políticos de una situación crítica que está tratando de subsanar a los tropezones, y que fue totalmente gestada por las administraciones demagógicas e irresponsables que lo precedieron.
Al igual que con las tarifas, el Gobierno tampoco debería renunciar a su programa de reducción impositiva. La sobrecarga afecta tanto a los consumidores como al sector productivo. Cuando un consumidor argentino compra en el circuito formal un bien producido en el país que internacionalmente cuesta una fracción del valor en plaza, debe asumir que más de la mitad del precio va a parar al Estado vía impuestos (o sea, le está comprando al Estado más que a la empresa que vende con su marca, que se queda con una porción bien menor del precio final). De esa forma está ayudando a pagar las jubilaciones de los millones de argentinos que, sin haber hecho los aportes correspondientes, fueron incorporados por el anterior gobierno al sistema previsional. Contribuye además a pagarles el sueldo a los millones de nuevos funcionarios que sin ser imprescindibles fueron irresponsablemente incorporados al ejido público por municipios, provincias y el propio Estado central. Si los productos nacionales son caros, hay un soci mayoritario responsable a señalar: el Estado, o sea, todos nosotros, de algún modo. Por eso, el consumidor argentino puede comprar muchos menos bienes que el de otro país con el mismo nivel de ingreso.
Esa sobrecarga impositiva impacta también muy negativamente en el sector productivo, que no tiene otra opción que vender en el mercado interno, y a condición de que el Estado levante barreras que no permitan entrar productos de países con mochilas impositivas mucho más livianas que las que lleva a cuestas cualquier bien producido en el país. Y si no crea esas barreras, se queda sin recaudación. Si bien todos pagan IVA por igual, ¿qué producto chino tributó Ganancias, aportes patronales, impuesto al cheque, inmobiliario, ingresos brutos municipales y provinciales, tasa logística, retenciones? ¿Y qué consumidor internacional querrá comprar productos caros para sostener las jubilaciones y los salarios de los funcionarios argentinos?
Estas simples ecuaciones deberían ser comprendidas por el hombre común, si no seguirá creyendo que aquel generoso Estado que jubiló a su cuñada sin aportes y empleó a su primo sin ninguna aptitud laboral es el añorado benefactor que precisa una vez más esta atribulada sociedad argentina.
Empresario y licenciado en Ciencia Política