Un presente y dos futuros para el presidente
El método del presidente Kirchner para gobernar consiste en la combinación de tres factores: la agresividad verbal, la acumulación de poder político y la cautela, casi el inmovilismo, en el área económica.
La agresividad del Presidente no se manifiesta en cualquier sentido, sino en una dirección definida, contra aquellos sectores a los que tanto él cuanto la mayoría que lo apoya señalan como los grandes culpables de la catástrofe que culminó en 2001: Menem y el menemismo, el FMI y los acreedores externos, las empresas privatizadas.
Casi no pasa un día sin que el Presidente dirija sus dardos contra esos protagonistas de los años noventa. Este martilleo casi cotidiano le otorga al Gobierno un sorprendente aire opositor. Al igual que cualquier oposición, Kirchner se enoja con lo que hizo un gobierno, pero no el suyo sino uno anterior. Como la mayoría de los argentinos también está enojada con los años noventa, el gobierno de Kirchner se ha convertido en el representante natural del humor predominante de los argentinos.
A esta ofensiva, el Gobierno de Kirchner ha sumado otra contra los militares y las fuerzas de seguridad por la represión de hace treinta años, con lo cual consigue, además del apoyo popular por los años noventa, la adhesión de la izquierda por los años setenta.
La agresividad del Presidente respecto de los años noventa y setenta cumple así una función racional: ponerlo a la cabeza de un pueblo desilusionado.
Poder y cautela
El segundo elemento del método presidencial consiste en "construir poder". Con la excepción de la provincia de Buenos Aires, ya casi no hay gobierno provincial que no obedezca a Kirchner (el neuquino Sobisch sería una excepción), ya sea porque se alió oportunamente con el ganador de cada elección local, ya sea porque controla desde la presidencia los giros financieros de la Nación a las provincias gracias a un sistema de coparticipación que de federal tiene sólo el nombre.
La acumulación del poder kirchnerista se manifiesta también en el Senado y en Diputados mediante la subordinación de los bloques peronistas y algunos aliados "transversales", así como en la gravitación determinante del Poder Ejecutivo en la composición de la nueva Corte Suprema.
Ahora se ve a la distancia la lógica a la que respondía la primera sorpresa que dio a los argentinos el nuevo presidente cuando, a horas de asumir, descabezó la cúpula militar, enviando esta clara señal al resto de los actores políticos: "Si soy capaz de mutilar de un plumazo al aparato militar, esto quiere decir que he venido a mandar".
A nueve meses de la ofensiva de poder que lanzó Kirchner, sólo el bastión de Duhalde y sus intendentes bonaerenses, sólo la callada influencia que aún pueda retener el ex presidente en los cuadros peronistas, quedan fuera de la hegemonía presidencial como un fuerte sin tomar, en tanto la visible presión contra la policía bonaerense, que se manifiesta en cada nuevo caso de inseguridad, apunta a debilitar a la organización con mayor poder de fuego que queda en el país después del colapso militar.
El tercer elemento que maneja el estilo presidencial es su extremo conservadurismo en el plano económico. Usando el método marxista de análisis podría decirse que en tanto Kirchner es un audaz innovador en la "superestructura" de la sociedad, en su retórica y en su política, es extremadamente cauto en su "estructura" económica.
Aquí, el Estado no innova. Lo que caracterizó al ministro Lavagna por oposición a otros ministros espectaculares como Cavallo fue, precisamente, no tener un plan. La ausencia de un plan milagroso del cual todo parecía depender le rindió a los gobiernos de Duhalde y Kirchner abundantes frutos porque, librada a sí misma, la sociedad argentina encontró la manera de reaccionar contra la recesión aguda que la aquejaba a partir de la traumática devaluación que Lavagna no necesitó promover porque Remes Lenicov se la había dejado.
El arte de Lavagna ha consistido en demorar, en no definir, en no innovar. La deuda externa sigue intacta y no hay ningún apuro en negociarla. Una de las pocas innovaciones que intentó De la Rúa, la cuestionada reforma laboral, ha sido anulada para restaurar el poder sindical. Hay cierto sabor estatista en el estilo económico del Gobierno, pero no se crea que esto implica un puro y simple regreso a los años ochenta, porque también algunos rasgos esenciales de los años noventa, como las privatizaciones, continúan intactos.
Esto le da al gobierno de Kirchner una dimensión paradójicamente liberal: dejarlo todo como está porque en el fondo se confía, más que en un Estado impotente como el argentino, en las fuerzas espontáneas de un mercado nacional e internacional en expansión.
Mientras el país siga creciendo a un ritmo del 8 por ciento anual, la euforia consiguiente refuerza el apoyo de la mayoría de los argentinos al gobierno de Kirchner y Lavagna. Los argentinos enojados respaldan a un Kirchner enojado; después de la experiencia De la Rúa a los argentinos les gusta que alguien mande y los reconforta el 8 por ciento del crecimiento: los tres lados del "método Kirchner" se refuerzan de este modo uno al otro. Todos los caminos conducen a Roma.
Dos visiones del futuro
El presente político argentino está firmemente, por lo visto, en manos de Kirchner. A partir de aquí, el futuro le abre dos caminos.
Uno de ellos responde a la cultura política del peronismo, la fórmula de cuyos caudillos ha sido siempre acumular poder mientras se pueda, sin plazo a la vista. Perón, en la reforma constitucional de 1949, instaló la reelección indefinida. Menem, en la reforma constitucional de 1994, instaló la reelección y, en 1999, pretendió un tercer mandato. Si Kirchner prolonga esta tradición, también intentará quedarse en el poder hasta 2007, hasta 2011 y más allá, como ya lo había hecho en Santa Cruz.
Pero esta tradición peronista, si bien asegura un fuerte poder personal, termina dejando al país en el vacío que siguió a Perón en 1955 y a Menem en 1999, con lo cual nunca se alcanza la lógica política del desarrollo económico: políticas de Estado que no duren años sino décadas. Para encontrar la alternativa hay que buscarla en antecedentes como los de Urquiza, Mitre y Roca entre nosotros, y como el de Adolfo Suárez con sus pactos de la Moncloa en 1977 entre los españoles: el diseño de políticas de Estado que sobrevivan a sus creadores porque ya no expresan el dominio de un solo caudillo sino un consenso que incluya a los gobernantes y a los opositores, con vistas a la larga marcha del subdesarrollo al desarrollo.
Pero esta proeza exige que su fundador, en algún momento, ceda el paso a sucesores coincidentes, algo que está por repetir el propio Aznar en España. Esta estrategia, que distingue a los estadistas de los políticos, ya no apunta a la próxima elección, sino a la próxima generación. ¿Es imaginable este papel excepcional para Kirchner?
No parece creerlo un amigo que, al saber de mi recuperación después del cuádruple bypass , me deseó que viviera tanto cuanto demande la transformación del peronismo en un partido que, más allá del poder, busque el desarrollo. Ojalá yo no tuviera que ser prácticamente inmortal, si ésta fuera la condición para saber que, en treinta años, seremos España.