Un sistema político virtuoso
En un nuevo y plausible ejercicio de voluntarismo argentino, distintos intelectuales y políticos –entre ellos Torcuato Di Tella y Carlos “Chacho” Alvarez– han planteado la necesidad de que se reconstruya nuestro sistema político sobre la base del esquema que organiza la vida de buena parte de las sociedades avanzadas de Occidente: dos grandes partidos, uno de centroizquierda y otro de centroderecha, que puedan ser suficientemente representativos y que estén en condiciones de alternarse en el gobierno. También se ha sugerido que las propias autoridades nacionales, con el presidente Kirchner a la cabeza, alientan este maduro reagrupamiento, digno de la voluntad constructora de un De Gaulle o un Felipe González.
Está claro que también hay un poco de picardía en la propuesta: en un momento en que en el país existe cierta revaloración del progresismo y un desprestigio marcado de las derechas y su supuesto protagonismo en los años 90, los autores de la iniciativa se incluyen tácita o explícitamente en una centroizquierda que debería tener un feliz y tranquilo destino ganador por muchos años, sobre todo si –como se postula– el eje de este nuevo partido no puede ser otro que el peronismo.
Se trata de una versión políticamente correcta del “entrismo” de los años 70: en lugar de que la revolución “entre” en el peronismo y lo revivifique, ahora será el peronismo el que se “socialdemocratizará” y obtendrá una renovada patente de permanencia. Por otra parte, esta alquimia, interesante si fuera cierta, se articula en la disolución como fuerza nacional del radicalismo, otrora también legítimo candidato a generar el polo socialdemócrata.
Hay aquí un problema. La identidad izquierdista del peronismo nunca, o muy pocas veces, fue conferida por su propia práctica en el poder. Sí la obtuvo ocasionalmente por la teoría, la mirada de los otros o las obligaciones de la resistencia. El peronismo gobernó en el país, desde su ascenso en 1946 hasta la llegada al poder de Kirchner, en 2003, un poco más de 25 años, con nueve presidentes distintos (algunos duraron días u horas). De ese lapso, apenas los dos conflictivos meses de Cámpora pueden considerarse, si todavía las palabras significan algo, de orientación izquierdista. El fundador y quien dio su nombre al movimiento peronista pudo ser calificado de muchas maneras –injustamente fascista, más razonablemente populista conservador o pragmático–, pero ni el más imaginativo o ardiente exégeta se atrevió a situarlo en la senda de la Internacional bernsteiniana o como compañero de ruta de los estados de bienestar escandinavos. No se trata sólo de que no lo habilitaran nuestro subdesarrollo y nuestro lugar en la periferia; tampoco su formación y su mitología personal respondían a ese universo.
Otra ilusión, tan maliciosa como el confiado triunfalismo, reside en imaginar que el nuevo sistema partidario, fundado sobre la díada derecha/izquierda, servirá para resolver, de forma satisfactoria para todos, la actual división en el peronismo. Estamos frente a una versión perfeccionada del esquema en que el peronismo se hace cargo de una sola de las mitades, la socialdemocrática; ahora también encabeza la otra, la de centroderecha, por medio de metamorfosis sucesivas del duhaldismo y fuerzas afines.
Es probable que toda esta gimnasia de ficción política repose, aparte de la voracidad por llevárselo todo, en una lectura algo apresurada de las palabras “izquierda” y “derecha”, que hoy continúan siendo tan polisémicas, contradictorias y combativas como en el pasado. Para situar el debate en sus términos más justos (no para darle una resolución final), quizá no haya un texto más claro, comprensivo y equilibrado que Derecha e izquierda, el libro que Norberto Bobbio publicó a sus 85 años, donde desmenuza el itinerario histórico y político de las dos palabras enfrentadas. Aunque declara pertenecer a una izquierda moderada y republicana (posición que, para no ser menos honesto que el filósofo italiano, admite compartir el autor de esta nota), Bobbio jamás antepone las razones de su propia militancia a las exigencias del pensamiento crítico, propias del filósofo o intelectual.
Sería largo exponer todas las agudas observaciones y exploraciones de este auténtico manual del pluralismo y la tolerancia. Baste decir que, después de recorrer todos los matices, criterios de distinción, versiones extremistas o moderadas, y refutaciones de la antítesis misma, Bobbio llega a la conclusión de que, pese a todo, pese a la caída del mundo bipolar y a la globalización, sigue teniendo sentido hablar de derecha e izquierda en términos políticos, y no como si ya sólo se tratara, según la definición de un diario italiano, de meras señales de tránsito.
Ni siquiera es necesario, para todos los lectores, coincidir con Bobbio cuando, al final, establece el criterio de igualdad/desigualdad como la forma de distinguir lo que encubren las dos trajinadísimas palabras, en donde la izquierda, en definitiva, representa políticas más igualitaristas (lo que no pretende que todos sean iguales, sino menos desiguales) y en donde la derecha representa políticas más jerárquicas y apegadas a la tradición (lo que no significa que sean antipopulares). Tal vez sea más significativa, y difícil de rechazar, la cita que al final de su libro Bobbio hace de uno de los maestros de su generación, Luigi Einaudi: “Las dos corrientes [la liberal y la socialista] son respetables... y los dos hombres, aunque adversarios, no son enemigos; porque los dos respetan la opinión de los demás y saben que existe un límite para la realización del propio principio”.
Ahora bien, en la Argentina de la desigualdad, de la injusta distribución de la riqueza, ¿qué fuerza política podría animarse a no ser, en mayor o menor medida, igualitarista, lo que a su vez impone ser, en cierto modo y según los criterios de Bobbio, de izquierda? Tanto el peronismo como el radicalismo tienen buenos antecedentes igualitaristas, aunque no siempre los hayan transformado en eficaces gestiones públicas. Los diversos partidos socialistas son igualitaristas por definición, y también lo son la mayor parte de los partidos recién creados. ¿Quién, entonces, aceptará confinarse en la derecha o la centroderecha, sabiendo que allí recibirá los golpes combinados de la nostalgia setentista, de la condena mediática y hasta del sentido común?
Tal vez, sin embargo, la prioridad no sea –suponiendo que sea posible llevarla a cabo– la construcción forzada y artificiosa de un sistema político fiel a los modelos europeos. ¿Qué pasaría si, pongamos por caso, este experimento de probeta culminara con éxito y dispusiéramos de dos nuevos partidos o coaliciones, una de centroizquierda y otra de centroderecha, cada una de las cuales reproduce en su interior los mismos vicios de clientelismo mafioso, de prácticas antidemocráticas, de falta de participación y de encapsulamiento dirigencial que tanto criticamos hoy?
No, es obvio: la prioridad pasa por otro lado. Pasa por una imprescindible mejora de la calidad institucional, de la que el Gobierno debe ser el principal impulsor, pero que compromete también a todo el resto de las fuerzas políticas y sociales: a lo que hay, no a lo quisiéramos que hubiera. Pasa por el fin de las políticas tributarias regresivas y por la universalización de los programas sociales y de la posibilidad de estudiar. Pasa por la largamente demorada reforma política, con el consiguiente cambio de las sistemas electorales y los financiamientos partidarios. Pasa, muy especialmente, por el establecimiento progresivo de una cultura del consenso, opuesta a llorones intercambios de culpas y riñas prefabricadas para uso de los medios masivos. Pasa, también, por una correcta valoración de nuestro lugar en el mundo, que ha cambiado a una velocidad mucho mayor que nuestra capacidad de adaptación.
Es difícil, pero no imposible, que el oficialismo actual pueda ser el sujeto principal de estos cambios. ¡Bienvenido si fuera capaz de empezar a realizarlos, incluso contra sus propios intereses, después de las elecciones de octubre! Y aunque improbable, también sea bienvenido un sistema político virtuoso, dividido en dos bloques equivalentes, enzarzados en la competencia y no en la guerra.
Mientras tanto, seremos de derecha o izquierda, como sugiere Bobbio, por capricho, fatalidad o fidelidad a una historia personal, sin tener el coraje de ser a la vez, como quería Leszek Kolakowski, conservadores/liberales/socialistas. Intentemos serlo, por lo menos, en el terreno de la cultura: conservadores porque queremos conservar y proteger el patrimonio tangible e intangible; liberales porque promovemos la absoluta libertad de creación y expresión; socialistas porque defendemos las políticas públicas que aseguren la justa distribución de los bienes culturales y simbólicos.