Un turbio juego de poderes y de máscaras
Los juegos y las vicisitudes del poder resultan muchas veces opacos a la sociedad. Son una vorágine incierta que no entienden los de abajo. El ciudadano se sorprende y desconcierta ante los giros inesperados de sus líderes, aunque termina descifrándolos como caprichos y disputas típicas de los que tienen influencia y se mueven en las altas esferas. Detrás de esa actitud, entre cínica y desencantada, se esconde la ambivalencia del débil ante el poderoso: por un lado el resentimiento, por otro el deseo de emulación y de pertenencia al círculo de los privilegiados. La mitología social da cuenta de estos sentimientos: el dotado de poder puede ser a la vez déspota o salvador, opresor o amigo, dependiendo de la relación que se establezca con él. En cualquier caso, sin embargo, rige una férrea separación que ni la tecnología y sus trucos pueden franquear: en la época del smartphone el hombre común sigue mirando a los ricos con la ñata contra al vidrio y no es invitado a la fiesta si no tiene tarjeta de cartón, tal como lo describió hace décadas el tango.
Desde ese lugar millones de argentinos siguen, con desgano, las escenas de la transición política que culminará en la elección presidencial de 2015. Los más atentos acumulan interrogantes y sorpresas: cómo puede ser, se preguntan algunos, que una de las principales líderes de la oposición, que hizo de las buenas prácticas el centro de su discurso, quiera ahora aliarse con un exitoso gobernador de distrito al que previamente acusó de corrupción. No queda claro si esa actitud es el reconocimiento de un error, un ejercicio supremo de pragmatismo electoral o una táctica para atraer sobre sí la atención. Ese mismo jefe político es a la vez cortejado por el Gobierno porque resultaría el candidato más funcional a sus intereses crepusculares. En otra escena que suscita estupor, un ex presidente le recomienda jubilarse a un senador y éste le contesta dudando entre considerarlo senil o hijo de mala madre. A estos extravíos opositores se superponen los malestares apenas disimulados del oficialismo por un vicepresidente impresentable, con costumbres de bon vivant, al que, no obstante, las autoridades se niegan a soltarle la mano.
Paralelamente, se multiplican los intercambios y las especulaciones que ocupan a empresarios nacionales y multinacionales, a sindicalistas y a otros actores del poder económico. Los contactos ocurren a diversos niveles, formales e informales: tanto las reuniones sociales y de trabajo, como las recepciones o las audiencias sirven para circular datos. La posesión de información veraz estratifica a los actores, distinguiendo a los que tienen la posta de los simples portadores de rumores. Sin embargo, la situación es cambiante: lo que el lunes parece cierto queda desmentido dos días después, reemplazado por una nueva versión o alguna certeza momentánea. Los giros y ambivalencias económicas del Gobierno marcan el ritmo: la Presidenta ofrece señales confusas, puede devaluar el peso o fortalecerlo, subir la tasa de interés o alentar la actividad, prescindir de los subsidios o defenderlos. Los observadores extranjeros –entre ellos, los inversores– no saben qué hacer y a quién creerle. Los sociólogos machacan con la anomia, los economistas con la volatilidad. Las redacciones de los medios y los periodistas corren detrás de noticias inciertas en un panorama permanentemente mutable. Hasta la comunicación vaticana se contagia de la inverosimilitud argentina: una carta del Papa, con error ortográfico y tuteo desusado, pasa de cierta a apócrifa en horas para volver a ser verdadera al cabo de una confusa madrugada.
Un mito preside el aquelarre: se cree que el Mundial de fútbol congelará la escena. Cuando ruede la pelota la economía y la política pasarán a segundo plano; las tácticas y las estrategias de los candidatos caducarán por un tiempo; el poder y la calle contendrán simultáneamente la respiración y se borrarán las estratificaciones de clase: todos empujarán para el mismo lado, cancelándose los intereses particulares y con ellos la opacidad. Por unos días, el pueblo entenderá a sus líderes y éstos a sus súbditos porque todos querrán lo mismo: que el país se alce con el campeonato y demuestre que es el mejor, alcanzando la salvación. Los mensajes publicitarios ya envuelven a la sociedad en el relato redentor mientras le venden electrodomésticos y bebidas, tecnología descartable y viajes relámpago a los estadios.
No es descabellado pensar que, al fin, el camino a 2015 consista en esto: un turbio juego de poderes y de máscaras, de astucias políticas y de cálculos económicos, de imágenes publicitarias y de mitos deportivos. Es un escenario probable de acuerdo con las señales que emite la clase dirigente. La fragmentación de las fuerzas políticas, el mal manejo de la economía y una sociedad segmentada, que oscila entre la agresividad, el consumo y la pobreza, acaso puedan explicar este presente, que confunde y desencanta al hombre de la calle.
© LA NACION