Una conciencia sin cláusulas
El régimen democrático no se define sólo por la ausencia de un militar en la presidencia. Eso lo sabemos hoy, a tres décadas de la democratización, cuando reconocemos la tradición autoritaria de nuestra historia, que se perpetuó culturalmente al extremo de que vivimos como natural fenómenos contrarios a una sociedad de legalidad democrática. Así comencé a fundamentar, diez años atrás, uno de mis primeros proyectos legislativos, la "cláusula de conciencia" que, al salvaguardar los principios éticos de los periodistas, busca proteger la función social de la prensa. Un derecho que los periodistas europeos tienen desde la primera década del siglo pasado. Sin embargo, los periodistas de la nacion ejercieron la independencia que es inherente al rol de la prensa sin que exista una ley que proteja ese derecho. En cambio, la inclusión de "la cláusula" en el Estatuto del periodista en la bochornosa como ilegítima sesión de la Cámara de Diputados de la semana pasada es oportunismo político. Jamás el FPV trató los proyectos de "cláusula de conciencia" ni aceptó el rol de la prensa en la democracia. Se negó a aprobar una ley de acceso a la información. En cambio, intentó leyes de control y persiguió la opinión. El Gobierno buscó influir en la información, distribuyó la pauta oficial con criterio propagandístico, confundió Estado con Gobierno; se instituyó además la falsa idea de que un periodista pueda ser militante. Si en las redacciones los periodistas se muestran temerosos por esas relaciones no reglamentadas entre algunas empresas y los gobiernos, la que se distorsiona es la información.
Paradójicamente, fueron esos resquicios autoritarios los que dinamizaron el debate en torno a la nueva concepción del derecho a la información como uno de los presupuestos básicos del sistema democrático. La libertad es inherente a la función de informar, y sobre todo a la hora de opinar. El miedo distorsiona esa actividad al impedir la profundidad y el compromiso con las ideas, fundamental en todo periodista que debe con su trabajo mediar para que la sociedad ejerza su derecho a la información. La vigencia de esta garantía constitucional es ineludible en la función de informar y no puede ser ignorada ni por los poderes públicos ni por las empresas de comunicación.
La modificación del Estatuto del periodista para incluir la cláusula de conciencia nada tiene que ver con esa concepción moderna de negociación entre periodistas y editores en favor de la libertad de expresión y el derecho de la sociedad a ser informada, un bien que les pertenece a ambos. Las empresas periodísticas, sean públicas o privadas, gestionan un valor simbólico que es la libertad de expresión, por lo que esa relación no puede reducirse sólo al aspecto gremial. La repetida idea de que "no hay mejor ley de prensa que la que no existe" sólo es cierta si antes se autorregula el vínculo entre los periodistas y los editores dentro de las redacciones. La naturaleza intelectual de la profesión de informar y la consagración del derecho demandan un vínculo de acuerdo y negociación que excede la mera relación laboral. Tanto los periodistas como los editores están asociados en la producción de ese fin último que es la información como un derecho ciudadano. El ejercicio de la libertad de expresión, en su doble acepción, ha llevado a que, de común acuerdo, las empresas y los periodistas reglen las condiciones profesionales, no laborales, del ejercicio de comunicar información.
La convulsionada historia de nuestro país en la segunda mitad del siglo pasado mantuvo a la Argentina rezagada, alejada de los procesos democratizadores que se dieron en Europa y Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Nuestro Estatuto del periodista data de 1947, cuando la actividad periodística era concebida, en gran medida, como un instrumento de propaganda del poder político. Esa tradición autoritaria y la injerencia del Estado en los medios de comunicación explican, en parte, la escasa conciencia cívica sobre el rol de la prensa y las resistencias a los "códigos de ética" y las "cláusulas de conciencia" en nuestro país, que ya existen en todas las redacciones de los grandes diarios y cadenas de televisión del mundo desarrollado.
Por confundir prensa con empresa, el perezoso latiguillo con el que en las escuelas de comunicación y periodismo equiparan un diario a una fábrica, se distorsionó esa concepción moderna de la información como un derecho de interés público que no puede ser confundida con una mercancía. La diferencia entre una fábrica y una empresa periodística es el producto. La información no es un objeto, es un bien reconocido universalmente como derecho humano y como derecho de las sociedades para construir una opinión pública sólida.
La naturaleza intelectual y espiritual de la función de informar no puede equipararse a una actividad mecánica. De modo que la libertad de expresión como el derecho a la información dejan de ser patrimonio exclusivo de los editores de periódicos ante los poderes públicos. Tanto la transparencia en la línea editorial como la salvaguarda de la conciencia de los periodistas actúan en beneficio de la misma empresa. Esto es lo que sucedió con el editorial que LA NACION publicó la semana pasada y despertó la saludable e inédita reacción de independencia de los periodistas del diario. Eso significa un crecimiento en la conciencia democrática que demuele la falsa idea del periodista como un escriba esclavo de quien le paga su salario. Ellos defendieron principios éticos. No una indemnización.
Recibo complacida los pedidos de disculpas públicas del diario LA NACION y me siento más que compensada por el crecimiento democrático que significó el acto de independencia de los periodistas, lo que redunda a favor de la credibilidad del diario, ya que al permitir la libre circulación de las ideas y opiniones preserva un derecho constitucional y contribuye socialmente al fortalecimiento de una opinión pública independiente y vigorosa.
La autora es senadora nacional y periodista