Editorial II. Una denuncia sobre torturas
El secretario de Justicia de la Nación, Pablo Lanusse, presentó una denuncia formal por torturas y malos tratos infligidos por personal policial de Santiago del Estero a menores de edad, al parecer como método regular para realizar indagaciones o para abordar el esclarecimiento de delitos. Se trata de una gravísima circunstancia que impone a todos los responsables de la seguridad pública la obligación de efectuar la más exhaustiva averiguación con el fin de determinar la verdad de los hechos y de aplicar los más severos castigos si la imputación llega a ser probada.
Santiago del Estero es una provincia en muchos aspectos conflictiva, con entramados políticos y sociales por demás objetables y a los que no pocas veces se los ha vinculado con rapiñas, crímenes feroces y mil formas de corrupción administrativa. La imagen de la policía y de la Justicia locales es realmente mala, lo que en principio concurriría a que se diera crédito a las peores suposiciones.
Un funcionario nacional de rango inmediatamente inferior al de ministro aseguró haber visto en el rostro de criaturas de 12 años "la secuela de culatazos". Indicó, además, el lugar preciso en que se cometieron esos horribles abusos, citó fuentes judiciales santiagueñas y anunció la próxima remisión al presidente de la Nación de un informe sobre estos hechos. La sola presunción de que puede haber inexactitud en el testimonio de ese funcionario -así sea por mero apresuramiento o por confusión- equivaldría a imaginar una inconcebible aberración institucional, de suerte que en tanto no haya datos que abiertamente lo contradigan es inexcusable creer que el doctor Lanusse dice la verdad.
Cabe convenir, por otra parte, que existe entre nosotros una afianzada y lamentable tradición de atropellos policiales, de crueldades oscuras y denigrantes, históricamente practicadas sobre sectores postergados, a los que la falta de medios, de educación o de protectores convierte en vulnerables y aptos, por ende, para ser objeto de los gestos de prepotencia y de los escarmientos sociales que cada tanto los mandones consideran adecuado prodigar. Los golpes, la tortura, la discrecionalidad, son, en algunas esferas, moneda corriente, aunque cabe anotar que, en este caso, esas costumbres perversas habrían llegado ahora al nivel de perversidad patológica, al abarcar a niños.
Esclarecer estos hechos, hacer saber la realidad de lo ocurrido y no ahorrar castigos en caso de encontrarse culpables, son obligaciones inmediatas que las autoridades nacionales y provinciales tienen que acometer sin vacilaciones, en la inteligencia de que ese necesario rigor debe ser un instrumento para contribuir a erradicar prácticas de las que todos los argentinos debemos avergonzarnos.
Si, en efecto, sólo se respetan los derechos humanos de aquellos que tienen suficiente entidad social para evitar ser agredidos y una capacidad de respuesta que lleve a suponer que será contraproducente maltratarlos o humillarlos, es claro que en realidad no se respetan los derechos humanos y que es imperioso hacer, por lo tanto, un esfuerzo conjunto, muy resuelto y sostenido, para revertir un estado de cosas que un ciudadano digno no puede calificar sino de deplorable.
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