Una gran pregunta
En el artículo sobre democracia delegativa que LA NACION publicó el 28 de mayo, señalo varias características de esta peculiar manera de gobernar. Entre ellas, aquí me interesa recalcar tres.
Una, que estos presidentes suelen sacar a su país de profundas crisis (o por lo menos de sus manifestaciones más ostensibles) usando un estilo abrupto, inconsulto y hostil a básicas instituciones de la democracia representativa.
Dos, que una vez que amaina la crisis y aparecen o reaparecen problemas más complejos, esos presidentes insisten en ese estilo.
Tres, que esa insistencia, y el creciente aislamiento presidencial que ella provoca, contribuye en no menor medida a un ciclo típico de los presidentes delegativos: un primer período de amplio, pero difuso apoyo, y luego, abruptas caídas en su popularidad y consiguientes salidas del poder. Sobre todo en países con sociedades complejas como el nuestro, esas caídas expresan a amplias franjas de opinión pública que se van cansando y enojando con aquel estilo -éste fue el caso de Menem y lo es hoy el del matrimonio Kirchner.
Esto se ha manifestado claramente en el caso de las elecciones del domingo. Tan claro que, a pesar de múltiples diferencias entre ellas, todas las fuerzas opositoras insistieron en lo contrario de ese estilo: nos han prometido actuar de maneras cooperativas y dialogales, apuntando a consensos para producir políticas de Estado, y a fortalecer los poderes de la democracia representativa, comenzando por el propio Congreso.
Asimismo, han concordado en promover la derogación de la legislación que encarna lo más típico -y peor- de la democracia delegativa: la concesión de poderes extraordinarios al ejecutivo y la actual legislación del Consejo de la Magistratura, que otorgó arbitraria mayoría a representantes del oficialismo.
Además, aunque no con tanta frecuencia, resonó la voluntad de reglamentar de una vez por todas, y restrictivamente, los malhadados decretos de necesidad y urgencia.
Todo esto plantea la gran pregunta. ¿Estas enunciaciones de las fuerzas opositoras han sido puro oportunismo, es decir, una manera de conseguir votos sin real intención de proceder en consecuencia? ¿O son señal cierta de un verdadero aprendizaje (tal como Mariano Grondona anhela en su libro sobre El Poskirchnerismo que acaba de publicar)?
Si buena parte del renovado congreso se inclinara en esta dirección, querría decir que la experiencia de los años Kirchner no sólo ha fortalecido a actores políticos que tienen antecedentes auténticamente proinstitucionales, sino que también ha llevado a revisar posiciones por parte de otros que, hasta ahora, por cierto, no se han distinguido por sus comportamientos de ese tipo. Esto abriría un camino seguramente largo y difícil, pero de esperanza hacia una democracia mucho mejor que la que hoy tenemos.
Si, en cambio, prevaleciera el oportunismo, nos encaminaríamos directamente a la profundización del ya grave escepticismo y al alejamiento de muy buena parte de la ciudadanía respecto del conjunto de "los políticos."
Planteo esta disyuntiva porque estoy persuadido de que la respuesta a ella determinará buena parte del curso de los acontecimientos, no sólo los políticos.
Por supuesto, la principal respuesta deben darla los electos, sus partidos y sus llamados "espacios". Pero la respuesta también nos incumbe a los ciudadanos comunes: desde todos los lugares que ocupamos en la sociedad deberíamos formar parte de una activa opinión pública que hace saber a aquéllos que espera y demanda el efectivo cumplimiento de las promesas institucionalistas, republicanas, que nos hicieron.
Esto vale desde ya, para la peligrosa travesía del desierto de los seis meses que faltan hasta la inauguración del renovado Congreso y debería seguir después, cuando de acuerdo con lo que nos han prometido se adopte de inmediato la legislación que cancele los peores rasgos de la democracia delegativa y comiencen los debates sobre las varias leyes de largo aliento que nuestro país tanto necesita.
En todo este trayecto, deberemos poner en juego algo que sólo la democracia, aun una imperfecta como la nuestra, enseña en cada elección: que el poder que ejercen nuestros representantes es nuestro, de los ciudadanos, y que sólo se lo prestamos para que lo ejerzan con plena dedicación al bien público.