Una guerra de rumores y conspiraciones
El rumor, intenso e impuro, empujó el viernes a la Argentina hacia la ruina. Nadie sabía el origen de nada, pero las versiones más conmovedoras estallaban aquí y allá, hasta que llegó el momento más temido por el gobierno de Fernando de la Rúa: los ahorristas se amontonaron en las puertas de los bancos para vaciar sus cuentas, inseguros de todo en el reino de la imprecisión.
Vale la pena meterse en lo que transcurre. La administración delarruista debería lamentar demasiados errores propios. Pero la batalla que está librando en los últimos días contiene, además, otros elementos.
La reestructuración de la deuda pública significa también un muy duro enfrentamiento entre el Gobierno y el sistema financiero. No se toquetean los bonos ni se reducen en casi un tercio las tasas de interés sin que haya un combate con todas sus reglas.
Hay posiciones contrapuestas dentro de los propios actores. Si el Gobierno no es uno solo, tampoco los bancos están unidos en un mismo haz. Podría marcarse una diferencia general entre los bancos nacionales y los de propiedad extranjera. Pero hay otra contradicción entre la banca extranjera con fuertes inversiones en el país, con una posición histórica y social muy extendida, y las entidades que tienen sólo una presencia simbólica, aunque manejan grandes cuotas de la deuda pública.
Otro elemento importante del conflicto es el precedente. La Argentina se metió de cabeza en una operación monumental de canje de su deuda, imponiendo una importante reducción de la tasa de interés, que podría convertirse en una novedosa fórmula internacional.
En ese teatro de guerra aparecieron la dolarización y la devaluación como rumores misilísticos. La precisión es fundamental: es cierto que técnicos importantes del Fondo Monetario han evaluado que la Argentina debería dejar flotar su peso (sería una devaluación en los hechos, aunque no en los manuales de economía).
Por su parte, el jefe de la Reserva norteamericana, Alan Greenspan, viene insistiendo ante varios interlocutores argentinos que el país debería ingresar de lleno a la dolarización.
Sin embargo, la flotación del peso no tiene categoría de opinión política formal del Fondo. Hay un trecho muy grande entre una deducción casi intelectual (esto es: la Argentina tiene problemas con su tipo de cambio fijo) y la decisión oficial del organismo de impulsar esa medida.
Es, en cualquier caso, el gobierno argentino el que deberá afrontar la resolución. Pero ni De la Rúa ni Cavallo devaluarían nunca; el primero no quiere que lo envuelvan las mismas llamas que incendiaron a Raúl Alfonsín, y el segundo no matará a su propia hija, la estabilidad.
Los países que salieron de tipos de cambio fijo en los últimos años debieron enfrentar primero una riada devaluacionista hasta que la moneda local encontró el equilibrio y la sensatez. Los gobiernos que devaluaron pagaron siempre el costo de las primeras y graves turbulencias y los que los sucedieron se llevaron los réditos.
Si la vida los pone a De la Rúa y a Cavallo en la encrucijada de optar sólo por esas dos decisiones, puede asegurarse entonces que caminamos hacia la dolarización, aun cuando todos entienden que ambas medidas serían, según una definición de Chrystian Colombo, "dos estupideces".
La dolarización es una propuesta del poderoso Greenspan (avalada hasta cierto punto por algunos funcionarios del Tesoro norteamericano), que sobrevuela sobre la Argentina desde hace, por lo menos, tres años.
En la última reunión de Ottawa, entre Cavallo, Greespan y el secretario del Tesoro, O´Neill, el ministro argentino pidió un tratado entre los Estados Unidos y la Argentina para llevar adelante ese proyecto. Greenspan había vuelto a desempolvar el proyecto de dolarización. En cambio, O´Neill habla por momentos de flotación y a veces se inclina por la dolarización. El tipo de cambio argentino parece haberse agotado para la mirada de Washington.
El problema de la Argentina para dolarizar su economía es Brasil y, en menor medida, Europa. El proyecto de integración comercial del sur de América se vería seriamente degradado si uno de los dos principales socios hace suya la moneda norteamericana.
Un alto funcionario local suele decir que el Fondo y el Tesoro meten la nariz en el tipo de cambio simplemente porque la Argentina no tiene un plan para mostrar. Ese plan debería resolver las carencias del tipo de cambio a través del control de déficit fiscal y de medidas para mejora la competitividad argentina.
Un plan se está construyendo en las últimas horas: en lugar de la devaluación o la dolarización, se ampliaría el factor de empalme en el tipo de cambio, exclusivamente para el comercio exterior. Al dólar y al euro se le agregaría el real brasileño y, con menos probabilidades, el yen japonés.
El tiempo es el problema. La ansiedad de los ahorristas, dueños de la última frontera de la estabilidad argentina, tiende a escuchar los rumores y a no mirar otros datos más objetivos. La reestructuración de la deuda ha tenido una primera fase interna exitosa.
Los técnicos del Fondo Monetario, que están en Buenos Aires, llevan dos cuadernos: en uno escriben las razones para perdonar a la Argentina y en el otro anotan las causas para condenarla al default. Tal dicotomía sucede por primera vez en los últimos veinte años, porque la decisión del organismo será siempre política. La instrucción que su jefatura les dio a los técnicos es la de escribir más argumentos en favor del perdón. Obvio: el Fondo se resiste a aparecer en el escenario internacional con la cabeza de la Argentina en la mano.
El otro diablo que metió la cola fue el peronismo. La designación de Ramón Puerta como virtual vicepresidente de la Nación sembró la imagen de un gobierno débil, empujado al cadalso por sus feroces opositores.
El Gobierno intentó una gestión desesperada cuando ya era tarde. La línea del Presidente no carece de cierta razón: no podía él denunciar un golpe institucional ni levantar la bandera de una causa perdida. El golpe institucional lo habría instalado el propio De la Rúa en el despacho presidencial.
La gestión le correspondía al radicalismo, que se dejó llevar por las versiones de divisiones internas del bloque de senadores peronistas y que resultaron todas falsas. Más aún: el bloque peronista arregló su interna para el control del Senado despojando al radicalismo de todos los cargos que le correspondían. El radicalismo calló, desorientado. No es cierto que detrás de Puerta sólo existen buenas intenciones. En una reunión en su casa, y de la que participaron los senadores Yoma, Busti y Capitanich, se fijó la estrategia de poder. Si bien no hablaron de mandarlo a De la Rúa a su casa, estuvieron de acuerdo en que debían controlar el relevo presidencial (y la Asamblea legislativa) ante la certeza común de que el Presidente no terminará su mandato. El peronismo debería reemplazarlo en el acto para asegurar la gobernabilidad, dijeron y así se lo comunicaron a todos los gobernadores peronistas; ninguno de éstos cuestionó nada.
El peronismo se habló a sí mismo y no a la sociedad desde las últimas elecciones; el radicalismo parece mirar un conflicto distante; los senadores y diputados que se van han hecho del absurdo y la irresponsabilidad una ideología sin partido, y Cavallo arrastra sus propios errores mientras trata de innovar al galope, perseguido por una marea que no quiere cambiar hasta tumbarlo.