Una luz al final del túnel

En medio de la tempestad, los fantasmas de un pasado próximo, copioso de cataclismos económicos con sus deletéreas consecuencias políticas y sociales, reaparecen inevitablemente en la memoria colectiva de los argentinos. Es posible, sin embargo, visualizar una luz al final de este túnel interminable y aparentemente hermético. Y eso se debe al anhelo por fin abrazado de una mayoría social de transformarnos en un país moderno y maduro que, como nos lo indican no ya los países plenamente desarrollados, sino nuestros vecinos más próximos, no admite convivir con déficits fiscales kilométricos ni con megainflaciones asombrosas a escala planetaria por su magnitud y prolongación en el tiempo.

El actual gobierno resume en sus casi tres años prácticamente todos los procesos de las grandes crisis precedentes, como las de 1981, 1989 y 2001. Como a la salida del mix cambiario y aperturista comercial y financiero diseñado por el ministro Martínez de Hoz en 1978, el país ostentaba hasta abril una sobrevaluación del peso que perturbaba las exportaciones. Como en 1989, la corrida cambiaria alimenta un proceso inflacionario cuyo techo no deja de elevarse. Y como en 2001, ya no es posible financiar el déficit fiscal mediante generosos aportes internacionales. La administración del presidente Mauricio Macri comenzó ensayando en 2015 una combinación de sinceramiento macroeconómico con ajuste progresivo identificado genéricamente como "gradualista". Más allá de los posicionamientos ideológicos en favor o en contra de esa estrategia, se aspiraba a una normalización de la economía sin los traumas de las terapias de shock, suponiendo que luego de tantos años de ilusión populista la sociedad no lo toleraría.

La receta gradualista se alineaba con un clima internacional favorable de tasas de interés bajas y de créditos internacionales generosos en sustitución del endeudamiento interno inflacionario del que había echado mano el gobierno anterior. El nuevo oficialismo recurrió a esa ayuda comprometiéndose a "hacer lo que había que hacer" para normalizar definitivamente la economía del país, aunque según un timing impuesto por las necesidades electorales de su consolidación luego del ajustado triunfo del "partido del ballottage". Pero, como tantas otras veces, se apostó demasiado tanto a la benevolencia financiera internacional como a la capacidad de gestión de un Estado diezmado por una puja distributiva de carácter sociocultural. Máxime a instancias de una experiencia inédita de coalición sin mayorías parlamentarias.

Esa mezcla de ingenuidad y confianza también reconocía antecedentes. Durante la segunda posguerra se creyó en la inexorabilidad de una tercera guerra mundial que habría de preservar nuestros términos de intercambio extraordinarios por muchos años más. En los años 70 se subestimaron los nubarrones de una nueva crisis internacional de largo aliento que detonó en 1973 a raíz del alza del precio del petróleo. En los 90 se apostó demasiado a las bondades de larga duración del flamante nuevo mundo global posterior a la Guerra Fría para los países emergentes que cumplieran con los preceptos luego denominados "neoliberales". Y en los 2000 se confió en la perennidad de una demanda china de nuestra commodity estrella, la soja, que habría de instalarse sine die en 600 dólares la tonelada durante por lo menos 20 años. Pronósticos tan fallidos como el de Cambiemos en 2015.

La victoria electoral de Donald Tump supuso el fin de la continuidad del orden global prometido por los demócratas. La guerra comercial de Estados Unidos con China alzó las tasas de interés al compás del déficit del Estado norteamericano con la consiguiente fuga de capitales de los países emergentes y la caída de los precios de sus exportaciones. Para rematar la mala racha, una sequía estropeó nuestras cosechas, lo que motivó una merma exportadora de aproximadamente 8000 millones de dólares. Y, como había ocurrido respecto de México en 1995, devaluó masivamente Turquía; un emergente de desequilibrios análogos a los nuestros.

A eso se le debe sumar un cierto relajamiento de la conciencia de la gravedad de una herencia feroz y de los cuidados quirúrgicos de su administración tras la resonante victoria electoral de octubre. Como tantas otras veces, el confort habilitó una audacia exagerada que, dadas nuestras vulnerabilidades extremas, terminó jugando en contra de la confianza ya no en contra del Gobierno, sino de un país preso de sus propios extravíos desde hace por lo menos cinco décadas.

Retornemos a nuestra perspectiva moderadamente optimista. Es tal la memoria de las grandes rupturas desde el Rodrigazo, de 1975, que se nos torna difícil imaginar los indicios de una resolución definitiva de nuestros escollos macroeconómicos agravados por nuestro también crónico déficit institucional. Y, sin embargo, somos conscientes como nunca de que el mundo nos mira de manera contradictoria. Porque, sin perjuicio de la furiosa crisis de credibilidad de los denominados "mercados", los gobiernos de las principales potencias del mundo y el máximo organismo internacional de crédito nos han ofrecido un apoyo de generosidad desconocida sin el cual hace meses que la larga crisis comenzada con la década hubiera acabado, una vez más, en un pavoroso colapso.

Sabemos también como nunca que nuestro bimonetarismo estructural nos exige erradicar para siempre déficit fiscal y tasas inflacionarias que acumulamos desde hace más de una década. Y que si aspiramos a insertarnos de veras en un mundo difícil pero aun así más amable con nuestra potencial producción, debemos dar una vuelta de página histórica. También parecemos estar aprendiendo a dejar atrás el voluntarismo y sus soluciones mágicas heredadas de nuestro populismo y que es necesario calibrar bien los ritmos. Por caso, que no será posible acabar con una inflación endémica y mucho menos alcanzar la "pobreza 0" en el término de solo una o dos administraciones serias y continuas, más allá de su signo político.

Es posible trazar un paralelismo, pero con una etapa más remota: la de nuestra Organización Nacional, hacia las postrimerías de los años 70 del siglo XIX. En medio de los últimos coletazos de las brutales guerras civiles abiertas por nuestra emancipación, subrepticiamente la flamante República Argentina pudo contabilizar gobiernos constitucionales que se sucedieron de manera más o menos pacífica evocando un llamativo respeto hasta entonces desconocido por la ley. Desde entonces, la magnitud de cada transgresión fue proporcional a la culpa. Mucho influyeron, como ahora, un clima de saludable debate periodístico y legislativo, además de la presencia de un Poder Judicial federal capaz de sancionar el fraude exacerbado, la corrupción administrativa y el excesivo intervencionismo gubernamental sobre las provincias. El proceso culminó en 1880; pero, como un crudo recordatorio de la necesidad de no caer en las tentaciones facilistas, diez años más tarde caímos en nuestro primer default. Salimos airosos tras nuevos sacrificios que nos valieron cuarenta años de prosperidad. La actual conciencia histórica de nuestros males parece indicarnos nuevamente el camino de su posible erradicación.

Historiador