Una oportunidad para no desaprovechar
Un nuevo gobierno constituye siempre una buena oportunidad para establecer un nuevo punto de partida. Néstor Kirchner asume con un amplio consenso implícito y la ventaja de no discontinuar el trabajo hecho en el área económica, donde lo que se ha avanzado todavía no es equivalente a lo que falta hacer para sacar al país de su peor crisis. También podría aprovechar ciertas señales favorables que surgen del contexto económico internacional, con mejores precios para los productos primarios y un incipiente reflujo de capitales hacia los países emergentes.
El diagnóstico que formule el nuevo Presidente será crucial para determinar si la oportunidad podrá ser aprovechada o no esta vez.
Un país serio, como el que Kirchner proclamó durante su campaña electoral, es aquel que además de producir y exportar, fortalece sus instituciones, cumple y hace cumplir las leyes, gasta menos de lo que recauda, defiende sus intereses en un mundo globalizado, impulsa la educación, atrae inversiones y no premia el fracaso sino el éxito. Durante muchos años la Argentina se apartó de estos conceptos. Ahora está en un punto donde tiene tantas posibilidades de iniciar el arduo camino de la recuperación, como de seguir transitando a contramano.
La incógnita podrá comenzar a develarse hoy mismo, con el discurso inaugural. Allí y en los primeros pasos del nuevo gobierno, podrá vislumbrarse si el énfasis en no repetir los errores del modelo económico de los años 90, no entraña el riesgo de volver al modelo estatista y dirigista de los 70. En otras palabras, si el giro progresista que Kirchner piensa imprimir a su gestión, en función de una situación social crítica, no podría desembocar en políticas populistas para las cuales no hay recursos suficientes. La clave a desentrañar es hasta qué punto el nuevo gobierno tendrá en cuenta las serias restricciones objetivas que plantea una economía en default , sin crédito, semiaislada del mundo y con un Estado debilitado, que dejó de respetar deudas y contratos y que no le permite demasiado margen de maniobra.
Con estas limitaciones, cuanta mayor audacia exhiba el nuevo gobierno en materia económica, menor puede ser su grado de credibilidad. A la inversa, cuanto mayor realismo y seriedad aplique, mejores serán sus chances de transformar la actual reactivación económica en un proceso de crecimiento sostenido. Tiene a su favor la posibilidad de movilizar el aparato productivo que sobrevivió a la convertibilidad. También la de crear condiciones de confianza para que comiencen a reaparecer parte de los 30.000 millones de dólares que muchos argentinos ocultan, por las dudas, fuera del sistema financiero, en colchones o cajas de seguridad, a la espera de mejores condiciones para consumir o invertir. En contra, una dirigencia política con escasa visión estratégica, más apegada a los resultados de corto plazo que a las reglas de juego permanentes.
Aunque la insólita renuncia de Menem privó a Kirchner de ganar el ballottage por amplio margen, el nuevo Presidente no debe perder de vista que casi 50% de los votos que hubiera obtenido son prestados. La legitimidad deberá lograrla ahora generando condiciones de confianza y gobernabilidad que permitan alinear a un Congreso excesivamente fragmentado.
Marcar la cancha
Si el nuevo gobierno comienza por marcar la cancha y ofrecer al país un horizonte de reglas de juego a largo plazo, podrá manejar con mayor soltura las presiones políticas y económicas que inevitablemente surgirán en los primeros tramos de su gestión.
Hasta ahora, los esfuerzos de Kirchner por no aparecer sometido a esas presiones lo han llevado a crear más incógnitas que certezas.
Sus declaraciones con respecto a la relación con el FMI han sido típicas del folklore de cualquier nuevo presidente. Pero la reacción del organismo, que por medio de su vocero se encargó de recordar que la Argentina no cumplió con el compromiso de vetar cualquier ley que volviera afectar los derechos de propiedad, prenuncia futuros roces. El Fondo habló cuando ya Duhalde se había desentendido de ir al choque con el Congreso por la nueva prórroga de la suspensión de ejecuciones judiciales por deudas hipotecarias, que Kirchner se encargó de avalar. La duda es a qué velocidad podrá marchar la negociación de un nuevo acuerdo, que entra en una cuenta regresiva hasta el 31 de agosto.
También algunos futuros funcionarios sembraron dudas en otros campos. La idea de utilizar el superávit primario para financiar planes de obras públicas, esbozada por el futuro ministro Julio de Vido, es incompatible con la renegociación de la deuda pública en default que Roberto Lavagna prometió para fines de este año. Aquel superávit, equivalente a 2,5% del PBI, no alcanza para los dos propósitos. Lavagna se curó en salud advirtiendo que las obras públicas serán prioridad para el futuro gobierno, pero que el problema no es la falta de recursos (dijo que este año hay disponibles 6000 millones de pesos entre el Presupuesto, fondos específicos y créditos internacionales) sino de capacidad estatal para generar y administrar proyectos. También destacó que las empresas constructoras deberían resignar reclamos por deudas estatales si aspiraban a participar de aquella política. En lo que no puso tanto énfasis es que buena parte de aquellos recursos se utilizan actualmente para gastos corrientes, lo cual obligará a una dificultosa reasignación de partidas para destinarlas a inversiones en infraestructura y vivienda. Aquí también están en la mira los recursos de las AFJP y el régimen de coparticipación de impuestos.
El handicap que tiene el nuevo gobierno en esta materia es darle prioridad política a la lucha contra la evasión pero, en una Argentina donde la proporción de economía en negro ha alcanzado proporciones alarmantes, los resultados difícilmente puedan capitalizarse a corto plazo. Tal vez por esta razón, el Ministerio de Economía ha delineado una reforma tributaria de largo aliento, tendiente a reducir impuestos distorsivos a medida en que pueda incrementarse la recaudación. Los proyectos se enviarán al Congreso una vez que se adopten algunas decisiones políticas nada sencillas. Por ejemplo, si habrá de reducirse el impuesto al cheque -que hoy incentiva las transacciones en negro- o autorizarse que una parte sea tomada como pago a cuenta de otros tributos. O si se creará un impuesto sobre la renta financiera, a riesgo de hacer más lento el regreso de depósitos a los bancos, que además tienen pendientes de definición las compensaciones estatales que el Congreso debería aprobar por ley.
La cuestión bancaria, así como el criterio para renegociar de los contratos de servicios públicos de las empresas privatizadas, están bajo la lupa de los gobiernos de los países del Grupo de los 7. Sus embajadores en la Argentina aún dudan sobre cómo catalogar las ideas económicas y la política exterior de Kirchner. Un país demasiado alineado con Brasil, desalineado con los Estados Unidos y con empresas europeas en guardia, les resulta por ahora una incógnita. La promocionada presencia de Fidel Castro en Buenos Aires tampoco los ayuda a clarificar el panorama. No olvidan que el Congreso que hoy recibirá a Kirchner es el mismo que aplaudió el default y aprobó la alteración de los contratos públicos y privados. Ni tampoco que el ministro de Economía es el mismo que gestionó la intercesión política de sus gobiernos cuando se complicaron las negociaciones con el FMI.