Una protagonista de la cultura porteña
Los Poblet constituían una tribu alegre, bulliciosa y porfiada en sus rotundas convicciones católicas y políticas. Fe por partida doble: asumían estas últimas como otra religión. Eran infaltables en el té-chocolate con rosquitas de anís, y luego, claro, con el jerez que preparaba para el encuentro de los martes en su casa mi abuela paterna, Alfonsa Monasterio. Recibía rodeada de la tribu propia. Mi abuelo Claudio Escribano había muerto en 1937 y años después se fue el más viejo de los Poblet, Emilio, abuelo de Natu. Aquellas reuniones fraternales continuaron como si nada entre esos hijos de Castilla y Cataluña. Los unía un amor apasionado por España, en grado de tal intensidad que no he conocido otro igual.
La noticia de la muerte de Natu me desconsoló anteayer, al mediodía. La presentía cercana por el deterioro paulatino de la salud. La voz hecha un hilo inaudible, ya sin poder el cuerpo incorporarse del lecho, hablándome ella de las angustias por las sombras económicas que se cernían sobre Clásica y Moderna, y yo hablándole en seguida a Hernán Lombardi para preguntarle qué podíamos hacer por ese altar porteño de la cultura. Casa tan de libros y de música que un día cerró sólo para que cantara a gusto Liza Minnelli, y más cierto aún, para que Liza Minnelli se diera el berrinche de que cantara ante sus fieles un amigo muy especial que traía consigo. La versión contemporánea de Clásica y Moderna, patrimonio cultural de la Ciudad que va a cumplir ochenta años como los hubiera cumplido Natu en enero próximo, se ha quedado sin madre y sin mentora, al cabo de tantos años de haberlo perdido a Paco, su hermano menor.
Revitalizamos con los años la amistad de nuestros abuelos y padres y tíos y primos e involucramos en ese nudo afectuoso a Rita y a mis hijos, a los que Natu trató con el cariño de los propios que nunca gestó. Nuestros abuelos habían desplegado durante la Guerra Civil Española una defensa a ultranza de los "nacionales"; del otro bando no percibían más de lo que encerraba el anatema tan faccioso como bélico: "los rojos", bolsa variopinta en la que cabían desde los republicanos liberales hasta los marxistas de todo pelaje. Adolescentes, resistíamos de viva voz el credo "nacional" y franquista en nombre de otras banderas y consignas, cuando la República ya era una causa perdida tras de haber peleado con uñas y dientes en los mil días de guerra, entre julio de 1936 y marzo de 1939. Lo hacíamos con una terquedad que me sorprende al recordarla, ahora con la conciencia más clara de que los crímenes habían sido horrendos de parte de ambos bandos. E incluso, porque hasta descompone la saña con la cual se perseguían mutuamente las facciones que decían luchar por la república. Filas desquiciadas por el sectarismo despiadado y enceguecido de anarquistas, trotskistas y comunistas obedientes a la Rusia estalinista: comunistas crueles entre los crueles estos últimos, pero con sentido más riguroso del orden militar y civil que debe imperar en una guerra que los otros.
Natu estudió arquitectura. Ejerció la profesión hasta que su padre cedió el lugar a los hijos. Su tío Emilio había fundado Editorial Poblet, consagrada a la literatura religiosa, y su padre, Francisco, la librería La Académica, primero, y luego, la que configura un sello tradicional entre los porteños. Natu tomó así con Paco las riendas de "Clásica", a secas, como ambos la llamaban. Ese ámbito con no pocas penumbras de Callao y Paraguay, con los libros desde hace tiempo empujados hacia el fondo en lo que fue una revolución con no muchos ejemplos anteriores en América y Europa, se afirmó como uno de los espacios definitorios del alma ciudadana. Por allí han desfilado generaciones de grandes escritores y soñadores a lo grande en lograr la fama esquiva. Natu devoraba libros, viajaba, acumulaba conocimientos y desarrollaba una sensibilidad inquieta y curiosa. En sus dictámenes rotundos podía confiar el lector sin tiempo para descubrir por sí mismo las buenas nuevas lecturas. "Clásica", siempre acogedora con todo intelectual argentino o extranjero de paso por Buenos Aires que esperara ser tenido en cuenta, ha sido por muchas décadas centro de animados cafés, almuerzos, comidas, espectáculos musicales y debates de una amplitud inagotable.
Habíase propiciado bajo ese techo una preferencia solícita hacia las tendencias políticas y sociales progresistas. Natu y Paco las cultivaban sin crispaciones que hubieran espantado, en vez de acercarlas, a gentes de procedencia diversa. Cierta vez, sorprendí a Natu, diciéndole que barruntaba que el franquismo de los viejos Poblet había sido aún más profundo y comprometido del que ella imaginaba. "¿Te parece?"
Gracias, Natu, por la generosa honestidad con la cual me abriste un día el corazón sobre ese asunto. Natu había hallado un cuaderno manuscrito de su abuelo, e hizo imprimir una copia mimeografiada, que me entregó. Allí se hablaba de la agonía de mi abuelo Claudio y de las últimas charlas de Emilio Poblet con él. De pronto, en una de las entradas del diario, fechada el 26 de febrero de 1939, se anotaba, con radiante alivio del memorialista, que el embajador de la República, el gran jurista Ángel Ossorio y Gallardo, había entregado la sede al Ministerio de Relaciones Exteriores de la Argentina, y éste, a Juan Pablo de Lojendio, nombrado por cable de Franco, que estaba a punto de triunfar, encargado de negocios. Se dejaba constancia de que a las seis de la tarde de aquel 26 de febrero Lojendio había subido a la terraza de la embajada "para izar él mismo" la vieja bandera, que aún es hoy la enseña oficial del Estado español. "Al primero que vimos agarrado al mástil fue a Emilio", escribió con orgullo el abuelo de Natu, refiriéndose a su hijo mayor.
Natu: qué convulsionados fueron estos tiempos largos de nuestras vidas para España y la Argentina. Con cuánto entusiasmo hemos defendido opiniones y sentimientos tantas veces encontrados, que se fortalecían o aligeraban según el dinamismo de mutaciones inevitables en el mundo y el país. Pero qué afortunados fuimos al haber logrado custodiar, por encima de todo lo contingente, lo que en el fondo más valía: aquella amistad suprema entre castellanos y catalanes cuyo recuerdo regamos, hasta tu partida de hace horas, con cariño de argentinos agradecidos.