Una salida gradual para los servicios públicos
Las crisis energética o de transporte podrían superarse, más que con políticas de shock, con un sinceramiento gradual de las tarifas. Sólo con rentabilidad habrá inversiones que permitan revertir el estado de deterioro
En la primera mitad del siglo XX, la Argentina, actuando con realismo, llegó a contar con un sistema de servicios públicos de primer nivel, ya sea por la extensión y calidad de su red ferroviaria, como también por los sistemas de distribución de agua y electricidad. Hoy esa realidad ya no existe. La crítica situación energética , por sí sola, obliga al Estado a sacrificar unos 10.000 millones de dólares al año. Esa suma fabulosa, con la cual se podrían financiar acciones sociales infinitamente más beneficiosas para la comunidad, se dilapida de una forma que sería políticamente insostenible en cualquier otro país de la región.
¿Cómo salimos de la crisis de los servicios públicos? Debemos advertir que resulta imposible superar esta encrucijada mediante una política de shock. Por lo tanto, el único camino aceptable consiste en un tratamiento gradual. Antes de exponerlo, conviene recordar el proceso de deterioro de los servicios públicos, ya que un diagnóstico correcto, sin dudas, ayudará a encontrar las soluciones más convenientes para empezar a andar el camino que nos lleve a superar la crisis.
Si bien en su mejor momento los sistemas de distribución de agua y electricidad no alcanzaban a todos los sectores -como tampoco sucedía en los países con un grado de desarrollo equivalente al nuestro-, eran ambos altamente confiables. El deterioro de estos sistemas se profundizó en los años 70 y 80 del siglo pasado, cuando el crecimiento de las ciudades puso en evidencia sus limitaciones.
Tanto el sistema de electricidad como el ferroviario nacieron y crecieron en el país gracias a un fuerte impulso de inversiones privadas y al amparo de un régimen jurídico que respetaba los derechos del inversor. La propuesta entonces no ofrecía dudas: venían inversores de afuera, trayendo capital, tecnología y conocimientos acerca de cómo se manejaba el negocio para ofrecer un servicio que se necesitaba imperiosamente. Es verdad que los inversores, en su momento, obtuvieron un buen retorno a su capital, como correspondía. Fue ésa la razón por la cual lo arriesgaron en este lejano país.
Un día, los poderes políticos percibieron que podían congraciarse con sus electores si congelaban los precios de esos servicios y así lo hicieron, sin medir sus consecuencias a largo plazo.
Con el mismo objetivo y en simultáneo, aumentaron las erogaciones del sector público sin la contrapartida de incrementar los ingresos. Suplieron la carencia con una fuerte emisión monetaria. Esto desencadenó una alta tasa de inflación, lo que tornó mucho más pernicioso el congelamiento de tarifas. Los inversores empezaron a ver reducidos sus ingresos, al punto de llegar a perder dinero. Así las cosas, cualquier empresa va a la quiebra.
Narrada la historia a trazo grueso, se vieron forzados a entregar al Estado la propiedad de esas compañías. Y el Estado pasó a tomar a su cargo empresas perdidosas, en las que los gobiernos de turno vieron la posibilidad de colocar allí a los amigos del poder y de usarlas para derivar gastos y contraer préstamos que se diluirían en el inmenso mar de las cuentas públicas.
A su vez, las movidas estatizadoras encontraron siempre buen eco en gran parte de la sociedad argentina. Con cierta lógica, en una tierra donde la mayor parte de sus habitantes llegaron a ser en un momento inmigrantes, el sistema educativo, a fin de apegar a los recién llegados y sus descendientes a su nuevo hogar, les inculcó un espíritu nacionalista que se arraigó en el subconsciente colectivo.
El traspaso de las empresas no se hizo pensando en un criterio eficientista ni en mejorar y ampliar los servicios. Por lo tanto, la buena administración, que era una condición esencial mientras las empresas estaban en manos privadas, fue dejada de lado como requisito. Si bien el traspaso de los ferrocarriles lució como una transacción consentida y a un valor significativo, el proceso no escapó a las generales de la ley ni a sus consecuencias.
Mucho se criticó que el sistema ferroviario que crearon los ingleses respondía al objetivo de llevar al puerto la producción que a ellos les interesaba, y no al de integrar el país. Lo cierto es que en aquel entonces era el único sistema que podía autofinanciarse. Una línea que uniese las ciudades de Salta con Resistencia, o Córdoba con Neuquén, difícilmente hubiese podido financiar siquiera el viaje inaugural. Esa crítica es como reprochar a los españoles que hayan fundado nuestras ciudades a la vera de los ríos o de los caminos que unían el Río de la Plata con el Alto Perú, donde estaban las minas que le interesaban a España (incluso, la propia España se formó en torno a las rutas comerciales de los fenicios y el Imperio Romano).
Finalmente, el Estado exiguo de recursos al que le tocó administrar aquellas empresas no pudo afrontar las grandes inversiones que exigía el crecimiento del país. Sin un manejo competente, los servicios al usuario se deterioraron. Vinieron los cortes y toda la historia conocida, que no vale la pena repetir.
Sin embargo, donde quizás el país haya logrado en el siglo XX el mayor grado de desarrollo fue mediante su infraestructura educativa. Esa sensacional estructura, a nivel primario, secundario y universitario, fue la base que otorgó a la Argentina la categoría de gran nación. Ese sistema formó a una sociedad cuyo desarrollo cultural era un dato incontrastable en el contexto de América latina, y quienes denostan ese logro lo hacen guiados por prejuicios mezquinos más que por una mirada objetiva.
Así, a mediados del siglo pasado, el país contaba con la mejor infraestructura de América latina, transporte y educación incluidos.
Un poco más de medio siglo más tarde, la supremacía argentina en materia de infraestructura en muchos casos es sólo un mito. La red vial de Brasil es hoy muy superior a la del país. Lo mismo podría decirse de Chile, con un sistema energético más eficiente que se expande a través de inversores privados, el mercado local de capitales y los propios consumidores, que pagan tarifas de mercado.
Al margen de los gruesos errores cometidos en la última década del siglo pasado, no se puede dejar de reconocer el espectacular esfuerzo inversor en el campo energético en ese período, basado en unas regulaciones y un marco de estabilidad que propiciaron la inversión y que reposicionaron al sistema energético argentino en un plano de eficiencia.
Lamentablemente, la reacción a la crisis de 2001 condicionó la equivocada política que se aplicó luego en materia energética. Al desalentar la inversión y propiciar el derroche, se llevó al país a la situación crítica de nuestros días. El autor de esta nota sugirió, en un artículo publicado en estas mismas páginas en 2006, cuando ya se vislumbraba la crisis, una propuesta para salir paulatinamente de la encrucijada.
En esos días, cerca del 80% del padrón de consumidores particulares de energía tenía una erogación mensual que rondaba los 30 pesos. O sea que una suba del 3% cada mes significaba menos de un peso en los bolsillos de los consumidores y no hubiera sido motivo de quejas serias. Ese aumento debía ser acumulativo mes a mes, con lo cual, al año significaba un incremento cercano al 40%, en tiempos donde la inflación no había llegado aún a los dos dígitos. De esa manera acumulativa y subiendo sólo el 3% cada mes en relación con la factura del mes anterior, al cabo de cinco años (o sea, en 2011) las tarifas se hubieran multiplicado por más de cinco veces, con lo cual la situación sería hoy bien distinta. Con ese programa en la mano, bien se podrían haber negociado en aquellos días nuevas inversiones con las empresas prestadoras.
Hoy aplicar la regla del 3% mensual resulta absolutamente insuficiente. Habría que arrancar con una suba mensual en torno a los 5 pesos, que debería incrementarse cada mes para las tarifas más bajas, y proporcionalmente para las demás. Esta medida iría en sintonía con los recientes aumentos al transporte de colectivos y los nuevos precios en hidrocarburos, decisiones encaminadas al realismo.
Quizá ya sea tarde para convencer a las empresas de electricidad a que hagan nuevos aportes de capital, pero cada mes que se demore el tratamiento derivará en una mayor sangría para los recursos públicos. Es probable que haya quienes aconsejen no iniciar este tratamiento a diez meses de unas elecciones que se consideran cruciales, pero los daños colaterales en las finanzas públicas y en la economía en general de no aplicarlo ya mismo serán posiblemente más costosos, aun en términos políticos, que emprender el camino cuanto antes.
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