Una soberanía limitada
PRAGA
LA glorificación de la nación-Estado como el clímax histórico de una comunidad nacional, como lo único en cuyo nombre está permitido matar o por lo que vale la pena morir, está desapareciendo. Generaciones de demócratas y el horror de dos guerras mundiales nos han hecho comprender que un ser humano es más importante que el Estado.
En el siglo venidero, la mayoría de los Estados empezarán a dejar de ser objetos de culto, cargados de contenido emocional, para transformarse en unidades administrativas civiles más simples, integradas a una compleja organización planetaria. Ese cambio debería borrar el concepto de no intervención, la idea de que lo que acontece en otro Estado no nos atañe.
Las responsabilidades prácticas y las jurisdicciones del Estado pueden tomar dos rumbos: descendente y ascendente. El primero corresponde a los diversos órganos y estructuras de la sociedad civil, a los que el Estado debería transferir muchas tareas en forma gradual. El segundo, a las diferentes comunidades u organizaciones regionales, transnacionales o globales. Este traspaso de funciones ya ha comenzado.
Si la humanidad resiste todos los peligros que ella misma se está creando, en el siglo XXI la cooperación mundial será cada vez más estrecha. Para hacer posible ese mundo, las entidades, culturas o esferas de civilización individuales deben reconocer claramente sus identidades, comprender en qué difieren de las otras y aceptar el hecho de que esa alteridad no es una desventaja, sino un aporte a la riqueza global de la raza humana. Desde luego, también deben admitirlo quienes, por el contrario, tienden a ver en su alteridad una razón para sentirse superiores.
No me opongo a la institución del Estado como tal. Me refiero a la existencia real de un valor que está por encima del Estado. Ese valor es la humanidad. El Estado sirve al pueblo, y no a la inversa. Si una persona sirve a su Estado, sólo debería hacerlo hasta donde fuere necesario para que el Estado preste un buen servicio a todos sus ciudadanos. Los derechos humanos están por encima de los derechos estatales. En el derecho internacional, las disposiciones que protegen a la persona humana deberían tener precedencia sobre las que protegen al Estado.
Así, las políticas exteriores de los Estados individuales deberían desvincularse, poco a poco, de la categoría que hasta ahora ha constituido su eje más frecuente: la de "nuestros intereses nacionales". Ella tiende más a dividirnos que a unirnos. Cada uno de nosotros tiene algunos intereses específicos. Pero por encima de ellos están los principios que abrazamos.
Los principios son más unificadores que divisorios, son las varas para medir la legitimidad de nuestros intereses, salvo cuando diversas doctrinas afirman que al Estado le interesa sustentar tal o cual principio. Los principios deben respetarse y defenderse en sí mismos; los intereses deberían derivar de ellos. Por ejemplo, no sería correcto que dijera que a la República Checa le conviene que reine en el mundo una paz justa. Tengo que decir: en el mundo debe reinar una paz justa y los intereses de la República Checa deben subordinarse a eso.
La OTAN libró una guerra contra el régimen genocida de Slobodan Milosevic. Fue una lucha difícil e impopular, pero fue probablemente la primera guerra que se libró jamás invocando principios y valores, pero no intereses. Si hubo una guerra que se pudo calificar de ética, o decir que se libró por razones éticas, fue ésta. Kosovo no posee yacimientos petrolíferos cuya producción podría interesar a alguien; ningún país miembro de la OTAN tenía reclamaciones territoriales allí. La alianza luchó en nombre del interés humano por el destino de otros seres humanos. Combatió porque la gente decente no puede quedarse sentada presenciando la matanza sistemática de otro pueblo, dirigida por un Estado.
Derechos indivisibles
Por lo tanto, los derechos humanos ahora deben anteponerse a los derechos estatales. Los Estados y sus agrupaciones, como la Unión Europea, deben actuar por respeto a una ley superior a la protección de la soberanía estatal: por respeto a los derechos de la humanidad, tal como los expresan nuestra conciencia y otros instrumentos del derecho internacional.
Veo en esto un precedente importante. Se ha declarado abiertamente que no es lícito matar gente, expulsarla de sus hogares, maltratarla y despojarla de sus bienes. Se ha demostrado que los derechos humanos son indivisibles: la injusticia cometida contra algunos nos afecta a todos.
Me he preguntado muchas veces por qué la humanidad goza del privilegio de tener derechos. Inevitablemente, llegué a la conclusión de que los derechos, las libertades y la dignidad del hombre hunden sus raíces más profundas fuera de este mundo terrenal. Sólo devienen en lo que son porque, en ciertas circunstancias, la humanidad puede asignarles voluntariamente un valor que está por encima de su propia vida. Por eso estas nociones sólo poseen un significado contrapuestas al telón de fondo del infinito y la eternidad.
Estoy profundamente convencido de que el verdadero valor de todos nuestros actos, concuerden o no con nuestra conciencia _la embajadora de la eternidad ante nuestra alma_, es sometido a un examen final en algún lugar que no podemos ver. Si no intuyéramos esto, o lo presumiéramos subconscientemente, ciertas cosas nunca podrían lograrse. Porque el Estado es hechura del hombre, pero la humanidad fue creada por Dios.
© Project Syndicate y La Nación
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel) Vaclav Havel es el presidente de la República Checa.