Una tragedia en los baños de Bath
No tenía más propósito que el de darme un baño de inmersión. Después de las fatigas del día, tan solo llegar a casa, pensé en entregarme al quieto masaje del agua caliente, dejar correr un hilo musical que me tranquilizara, quizá leer un pasaje del libro que tenía entre manos. El baño es cómodo, con un amplio ventanal que da a un muro donde se recorta una enredadera de hojas otoñales. Es de una luz extraordinaria; mi pequeño Monet, si ustedes quieren.
Encendí una pequeña vela en un borde de la bañera y pasé varios minutos, me pareció, mirando fijamente la breve ondulación del fuego; la vela tenía propiedades aromatizantes, de modo que el ambiente se llenó de un aroma reconfortante, un olor a naranjas o a duraznos, acaso en exceso dulzón. Sonreí al recordar a un viejo amigo que solía decir que los espacios ideados para transmitir calma, como el spa, lo ponían endemoniadamente nervioso. Pensé en el poder de atracción del fuego, que viene encandilando a los hombres desde la caverna de Platón.
El fuego como abrigo, pero asimismo como antiguo misterio. Al mirarlo regresamos -las más de las veces aun sin saberlo- a la escena primigenia: somos, otra vez, el hombre que se yergue apenas del suelo y se asombra frente a los enigmas que descubre en su entorno.
Me sentí de pronto ligero, plácido en el mundo, distraído de sus pesos cotidianos. Me tendí en la bañera, la cabeza apoyada sobre una toalla mullida, doblada con cuidado, para evitar tensiones en el cuello. Cerré los ojos. Vinieron a mi mente vagabunda, a su capricho, las imágenes de las termas romanas de Bath, y después la sopa caliente que tomé, tendido en la cama con balaustrada, tiritando aún de frío una noche de lluvia torrencial, y me devolvió el alma al cuerpo. Disfruté de ese instante de anhelada mansedumbre a conciencia.
Una pequeña nube, tan solo una, trajo cierta desazón a mi alma. Conocí Bath, la tierra donde situó algunas de sus novelas Jane Austen, hace algo más de veinte años. Sucede a veces al viajero que siente este una punzada en el estómago en el momento en que lo asalta la certeza de que jamás estará de nuevo en ese lugar. Tuve ese sentimiento de pérdida en cuanto pisé ese suelo. No ocurrió así siempre. Dejé Londres y Río de Janeiro, sucesivamente, con la certeza de que regresaría una y otra vez a ellas. Así fue. Abandoné Bath, en cambio, echando la vista atrás y sabiendo que nunca volvería a encandilarme con su deslumbrante arquitectura. El tiempo se acorta: miramos las cosas -los rostros, el alma de los otros- sabiendo que es la última vez que habremos de verlos.
Empezaba el agua a entibiarse. Eran las seis de la tarde. El día empezaba a declinar. Es una hora extraña que sobre todo en invierno suele traer, si no se está ocupado en las tareas del día, una extraña melancolía. A veces disipan ese estado del ánimo el movimiento de la casa, o los bullicios de la ciudad que despierta en el albor de la noche, pero en cuanto se queda uno a solas con sus pensamientos una pesadumbre ligera ensombrece el corazón. Permanece uno así a merced de las variaciones del espíritu, presa de las oscilaciones de lo que en apariencia es un solo estado del ánimo, pese a que ese sentimiento a primera vista macizo tiene dos variaciones muy distintas. La primera suscita un dolor amargo, oscurece el alma o la enfría; es el desconsuelo de quien ha visto tronchado, de una vez y para siempre, un miembro de su cuerpo. La otra señala la pérdida, pero en la evocación de aquel tiempo pretérito invade a quien sueña ese pasado un sentimiento tenue, aunque firme, de felicidad.
Estaba ya destemplada el agua en la bañera. Había el vapor ahumado el ventanal; los azulejos transpiraban. Sin pensarlo, hundí la cabeza en el agua fresca; quizá sonreía. Quedé unos segundos inmóvil, inquieto por un escalofrío súbito y ligero. No abrí los ojos, pero vi de pronto la lluvia cayendo de la ducha, la hoja del puñal fulgurando en el aire húmedo y tajeándolo hasta hundirse en el cuello, en el pecho, en un brazo. Vi mi mano nudosa arrancando la cortina del baño, las motas de roja sangre enturbiando el agua fría. Vi mi muerte en la casa vacía.
Vi, en un cine del centro, las imágenes de Psicosis golpeándome los ojos.
Me levanté temblando. Abrí la ducha caliente, quité el tapón de la bañera para dejar que el agua corriera en el desagüe. Sonaba uno de los Nocturnos de Chopin, plácida, serenamente.
PLAYLIST. Mientras escribí este texto escuché: Nocturnos, Chopin, Claudio Arrau; The Early Piano Works 1 y 2, Erik Satie, Reinbert de Leeuw