Una vida no alcanza
Damos por sentado lo que tenemos, y es así como dejamos de valorarlo. Es evidente con los disfrutes materiales. Pero cometemos el mismo error con casi todo lo que de verdad posee algún valor. Podría poner como ejemplo la salud, pero no solo es un poco trillado, sino que contiene un sofisma. Estar sano es no preocuparse por la salud. Así que es lógico que solo le prestemos atención cuando nos falta.
Por desgracia, lo hacemos con las personas que nos rodean y que son testigos de nuestra vida. Con el tiempo van volviéndose parte del inventario. Hace una década o dos eran nuestro desvelo; hoy nos cuesta separarlas del cosmos cotidiano. Están ahí, siempre estuvieron ahí, siempre van a estar ahí. Ya no son una novedad, e imagino que muchos matrimonios flaquean por este sesgo mental que nos conduce a la búsqueda compulsiva de lo novedoso. Será nuestro cerebro, que necesita –como me han explicado los neurólogos– convertir en normalidad todo estímulo que se repite. El mismo rostro (o eso nos parece), los mismos gestos, la misma voz, los mismos defectos. Incluso las mismas virtudes, que hoy consideramos como nuestros derechos adquiridos. Él es así. Ella es así. Cuando el amor se reduce a una sentencia ontológica, empieza a terminarse. O, más bien, sentimos que empieza a terminarse. El amor no se agota, por definición. Porque no proviene de afuera. Es algo que emanamos.
A la vez, declaramos que cada persona contiene un universo. Queda lindo decir eso. Sabio. Pero en casa practicamos un reduccionismo banal. Creemos que las personas que nos rodean terminan en lo que ya conocemos. Si es nuestro cónyuge, ya hemos oído esa anécdota veintiséis veces antes; sabemos cómo se levanta de la cama y cuál es su plato favorito; con qué se enoja, y cuál es su punto débil. Del universo que se supone que contiene queda solo una foto. Menos. Una estampilla.
Creo que fue Flaubert el que dijo que basta mirar algo durante mucho tiempo para que se vuelva interesante. ¿Cuántas veces dedicamos un largo rato a observar a esa persona que estamos seguros de conocer? A observarla con la atención intensa que le dedicábamos unos años atrás y que exigimos para nosotros. Casi nunca, esa es la verdad. Prestamos más atención al teléfono que a quien duerme con nosotros. El triste equívoco suele ser mutuo, y así, eclipsado por las rutinas (que son inevitables) y las urgencias (ídem), el amor termina mustio. O eso creemos. Bastaría levantar la vista y mirar minuciosamente a esa persona significativa para descubrir algo increíble: sigue conteniendo un universo. Hemos cambiado. Ha cambiado. Pero no son los cambios –salvo excepciones obvias– los que nos alejan, sino la certeza de que ya no habrá cambios. De que ya lo sabemos todo. Él es así. Ella es así. Entonces dejamos de observar. El desconocido se ha vuelto tan conocido que ya es un desconocido otra vez.
Una pena, porque solo nos acercamos a la orilla de ese universo, y ya suponemos que lo hemos navegado entero. Pero qué. También hacemos esto con nosotros. La forma en que nos relacionamos con las personas que amamos (y en particular con la que hemos elegido como compañera de esta travesía fascinante e inevitable) es un reflejo de la manera en que nos relacionamos con nuestras propias galaxias. ¿Somos de aventurarnos o preferimos hablar todo el día de los demás? El otro siempre es más confortable.
La pandemia puso a prueba las relaciones que se suponía que eran más sólidas, por su naturaleza y porque se habían visto sometidas a muchas tormentas antes. Pero ningún examen es más severo que el silencio y la incertidumbre. En estos casos, me gustaría tener recetas simples y fórmulas mágicas. No las tengo. Ni creo que las haya. Excepto, tal vez, un lema que respeto a rajatabla: jamás concentrarme en lo que me falta, sino, por el contrario, en lo que tengo. Mirá de nuevo. Mirá bien. El viaje por ese universo no ha hecho sino empezar.